Читаем La piel del tambor полностью

Ahora todo iba bien. La pareja caminaba por una calle con suaves vueltas y revueltas y amplios zaguanes donde era fácil seguirlos sin demasiado riesgo. Así que, más relajado, gruesa mancha clara en la penumbra, don Ibrahim sacó un habano del bolsillo y se lo puso en la boca haciéndolo girar con voluptuosidad entre los dedos. Ocho o diez pasos delante caminaban el Potro del Mantelete y la Niña Puñales, controlando los pasos del cura y de la duquesa joven; y el ex falso abogado sintió una oleada de ternura al observar a sus compadres. Cumplían su deber a conciencia, pendientes del doble objetivo que los precedía calle arriba. En sitios muy silenciosos la Niña se quitaba los zapatos de tacón para no hacer ruido, e iba descalza con aquella gracia suya que los años no habían conseguido arrancarle a pesar de todo, los pies desnudos y los zapatos en la mano, junto al bolso donde llevaba la labor de ganchillo, la cámara de fotos de Peregil y el inexistente recorte de periódico donde se contaba que un hombre de ojos verdes como el trigo verde había matado una vez a otro por sus amores. Eterna Niña con su traje de lunares, el pelo teñido, su caracolillo de Estrellita Castro, y aquel aire de folklórica siempre camino de un tablao ya imposible. A su lado, serio, masculino, el Potro le daba el brazo sano con la deferencia del que sabe, o intuye, que ese gesto cortés, de hombre respetuoso y cabal como siempre fueron los hombres que sabían vestirse por los pies, era el más valioso homenaje que una mujer como la Niña podía recibir en el mundo.

Con el bastón bajo el brazo, don Ibrahim inclinó la cabeza para encender el puro ocultando la llama bajo el ala ancha de su panamá, y al guardar en el bolsillo el abollado mechero de plata -esta vez recuerdo de Gabriel García Márquez, a quien conoció, decía, cuando el autor de El coronel Páramo no tiene quien le visite era humilde reportero de sucesos en Cartagena de Indias- tocó las entradas para la corrida del domingo que había comprado, aquella misma tarde, el Potro del Mantelete. En ratos libres, el antiguo torero y boxeador se buscaba la vida con las cuadrillas de trileros que se establecían cerca del puente de Triana, arropando al artista manipulador de los tres cubiletes y la bolita -la borrega, en lenguaje del oficio- sobre la caja de cartón: aquí la tengo aquí no la tengo, vista y no vista, ésta me gana y ésta me pierde, venga y apueste cinco mil duros, caballero. Los ganchos alrededor, fingiendo que no paraban de ganar, y un par de compadres en las esquinas, dando el agua cuando asomaba la madera, o sea, la pasma. Con su aire grave, formal, y la chaqueta a cuadros demasiado estrecha, el Potro inspiraba confianza a la gente; así que, merced a su actuación como reclamo, él y sus colegas habían aliviado por la mañana a un turista portorriqueño de un buen fajo de dólares. De modo que, para hacerse perdonar la metida de gamba del Anís del Mono, el Potro se descolgó con tres entradas de sombra para los toros. Entradas en las que había invertido, íntegros, sus beneficios del trile, pues el cartel era de tronío: Curro Romero, Espartaco y Enrique Ponce -a Curro Maestral lo quitaron del cartel a última hora, sin explicaciones-, con seis toros de Cardenal y Murube, seis.

Don Ibrahim soltó una bocanada de humo, abriendo y cerrando las mandíbulas para comprobar el estado de la piel cuidadosamente cubierta de crema para quemaduras. Las cerdas del bigote y las cejas estaban chamuscadas, pero no podía quejarse de la suerte: a punto habían estado de tener una desgracia con la gasolina, aunque todo quedó en churrascos superficiales, la mesa quemada, una mancha de humo en el techo, y el susto. Un susto de muerte, sobre todo cuando vieron correr al Potro alrededor del cuarto con un brazo ardiendo -el izquierdo; por suerte era muy hombre y fumaba con la zurda-, como en aquella película de Vincent Price, la de los crímenes en el museo de cera. Hasta que la Niña, con gran presencia de ánimo y diciendo Virgen Santísima, los roció a don Ibrahim y a él con un chorro del sifón que tenía en la cocina, antes de echar sobre la mesa una manta para apagar el fuego. Después todo fue humo, explicaciones, vecinas agolpadas en la puerta, y una desazón inmensa cuando llegaron los bomberos y allí no quedaba nada por apagar, salvo la encendida vergüenza de los tres socios. De tácito acuerdo, ninguno volvería nunca a referirse al infausto suceso. Pues como zanjó don Ibrahim, alzado académicamente un dedo mientras la Niña volvía de la farmacia con un tubo de pomada y unas gasas, la vida tiene dolorosos capítulos que es preciso olvidar a toda leche.

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