Читаем La piel del tambor полностью

Nadie hizo ademán de sentarse, y Penélope Heidegger siguió en su silla, momentáneamente olvidada, al margen del asunto. Gavira le tendió la mano al otro, apretando duro, y notó que la aguantaba con firmeza. El cura de Roma tenía unos ojos inexpresivos y tranquilos, y el banquero se dijo que, a fin de cuentas, aquel tipo no tenía por qué estar al corriente de nada. Pero cuando se volvió a mirar a su mujer, los ojos de Macarena se le antojaron banderillas negras. Empezó a sentirse más escocido de lo que era capaz de controlar. Notaba las miradas de la gente fijas en él: aquello iba a dar de sí para toda una semana.

– ¿Ahora sales con curas?

No había querido decirlo así. Ni siquiera había querido decirlo, pero dicho estaba. Entonces vio deslizarse una levísima sonrisa de triunfo por los labios de Macarena y supo que había caído en la trampa. Aquello lo enfureció un poco más.

– Eso es una grosería, Pencho.

El planteamiento estaba claro, y cualquier cosa que dijera o hiciera iba a ser anotada en su contra. Ella sólo pasaba por allí, y en aquella terraza toda Sevilla era testigo. Hasta podía presentar al cura alto como su director espiritual. A todo esto, el cura alto los miraba a los dos sin decir esta boca es mía, prudente y a la espera. Era obvio que no pretendía buscar problemas; pero tampoco parecía preocupado, o incómodo por la situación. Hasta era el suyo un aspecto simpático, tan silencioso y con aquel aire deportivo, de jugador de baloncesto vestido de luto por Giorgio Armani.

– ¿Cómo andamos de celibato, padre?

Parecía que otro Pencho Gavira distinto a él estuviese tomando por su cuenta las riendas del asunto, y el banquero se dejara llevar sin poder evitarlo. Casi resignado a su suerte, sonrió después de decir aquello. Era una sonrisa ancha, inquietante. Malditas sean todas las mujeres del mundo, decía la sonrisa. Por su culpa estamos usted y yo aquí, mirándonos a la cara.

– Bien, gracias -la voz del sacerdote sonaba considerada, dueña de sí, pero Gavira observó que se había ladeado ligeramente. Ya no le daba como antes el cuerpo de frente, sino que parecía disponerse a interponer el hombro izquierdo entre ambos. También había sacado la mano izquierda que antes llevaba en el bolsillo. A este cura, se dijo el banquero, ya le han sacudido antes.

– Hace días que intento hablar contigo -Gavira se dirigía a Macarena, sin perder de vista al otro-. Y no te pones al teléfono.

Ella encogió los hombros, desdeñosa.

– No hay nada de que hablar -dijo muy despacio y claro-. Además, he estado ocupada.

– Ya lo veo.

En su silla, la Heidegger cruzaba y descruzaba las piernas en beneficio de los transeúntes, el público y los camareros. Acostumbrada a ser centro de las conversaciones, aquello la hacía sentirse desplazada.

– ¿No me vas a presentar? -le preguntó desde atrás a Gavira, molesta.

– Cállate -el banquero se encaraba de nuevo con el sacerdote-. En cuanto a usted…

Vio por el rabillo del ojo que Peregil se había acercado un poco a la puerta, por si lo necesitaba. En ese momento pasó por la calle un tipo con chaqueta a cuadros y un brazo en cabestrillo. Tenía la nariz aplastada, igual que los boxeadores, y miró fugazmente a Peregil como si esperase alguna señal de éste. Al no obtener respuesta siguió camino calle abajo, perdiéndose tras la esquina.

– En cuanto a mí -dijo el sacerdote. Estaba endiabladamente tranquilo, y Gavira se preguntó cómo iba a salir él de aquello sin perder la cara o sin organizar un escándalo. Entre ambos. Macarena disfrutaba con el espectáculo.

– Sevilla engaña mucho, padre -dijo Gavira-. Le sorprendería lo peligrosa que puede llegar a ser, cuando no se conocen las reglas.

– ¿Las reglas? -el otro lo miraba con mucha calma-. Me sorprende usted, Moncho.

– Pencho.

– Ah.

El banquero sentía írsele la cabeza por momentos:

– No me gustan los curas sin sotana -añadió, áspero-. Parece que se avergüencen de serlo.

El sacerdote miraba a Gavira, imperturbable.

– No le gustan -repitió, como si aquello diese que pensar.

– En absoluto -el banquero movía la cabeza-. Y aquí las mujeres casadas son sagradas.

– No seas imbécil -dijo Macarena.

El cura miró distraídamente los muslos de la Heidegger, y luego otra vez a su interlocutor.

– Comprendo -dijo.

Gavira alzó una mano, apuntándole al otro el pecho con el dedo índice.

– No -la voz se le había vuelto lenta, espesa, con ecos de amenaza. Se arrepentía de cada palabra apenas pronunciada, pero era imposible evitarlo; todo era bastante cercano a una pesadilla-. Usted no comprende nada de nada.

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