Читаем La piel del tambor полностью

– El caso es -proseguía Macarena- que Manuel Xaloc fue sorprendido rondando las rejas de la Casa del Postigo, y mi bisabuelo Luis hizo que perdiera su empleo. También movió todas sus influencias, que eran muchas, para que no encontrase trabajo en ninguna parte. Desesperado, decidió irse a América, a hacer fortuna; y ella juró aguardarlo. Es un argumento perfecto para un folletín romántico, ¿verdad?…

Caminaban uno junto al otro, y otra vez sus pasos los acercaron hasta rozarse. Ahora Macarena esquivó un bolardo de hierro en la oscuridad, y el movimiento la trajo hasta Quart. Por primera vez éste la tuvo muy cerca, contra su costado. Le pareció que tardaba una eternidad en apartarse de nuevo.

– Xaloc embarcó aquí mismo -añadió ella-. A bordo de una goleta llamada Nausicaa. Y a Carlota ni siquiera le permitieron decirle adiós. Vio irse el velero río abajo, desde el palomar; y aunque resulta imposible que lo distinguiera desde tan lejos, siempre aseguró que él estaba en la popa, agitando un pañuelo hasta que el barco se perdió de vista.

– ¿Qué tal le fue al marino?

– Le fue bien. Después de un tiempo consiguió el mando de un barco e hizo contrabando entre Méjico, Florida y las costas de Cuba -había un rastro de admiración en la voz de Macarena, y Quart entrevió fugazmente a Manuel Xaloc en el puente de un barco, entre dos luces, con una columna de humo dándole caza en el horizonte-. Cuentan que no fue precisamente un santo varón, y que también ejerció la piratería. Algunos barcos que se cruzaron con el suyo aparecieron a la deriva, misteriosamente saqueados, o se hundieron sin dejar rastro. Supongo que tenía prisa por ganar dinero y volver… Durante seis años navegó por el Caribe y se hizo una reputación. Los norteamericanos pusieron precio a su cabeza. Y un día, inesperadamente, desembarcó en este mismo lugar con una fortuna en cartas bancarias y monedas de oro, además de una bolsa de terciopelo con veinte perlas maravillosas para su boda.

– ¿A pesar de no haber recibido noticias de ella?

– A pesar de eso -se habían detenido sobre un muelle de pontones, cuyos pilares de hormigón se hundían en el agua; entre ellos crecían juncos y plantas-. Supongo que también Manuel Xaloc era un romántico. Creyó, razonadamente, que mi bisabuelo había incomunicado a Carlota. Pero confiaba en su amor. Te esperaré, había dicho ella. Y en cierto modo él no se equivocaba. Seguía esperando en la torre, mirando el río -Macarena miraba también la corriente oscura, bajo el muelle-. Hacía dos años que había perdido la razón.

– ¿Llegaron a verse?

– Sí. Mi bisabuelo estaba destrozado, pero al principio mantuvo su negativa. Era un arrogante canalla, y culpaba a Xaloc de la desgracia. Al final, por consejo de los médicos y a ruegos de su mujer, accedió a una entrevista. El capitán llegó una tarde al patio que usted conoce, vestido con el uniforme de la marina mercante: azul marino, botones dorados… ¿Imagina la escena?… Su piel estaba quemada por el sol, y el bigote y las patillas le habían encanecido. Cuentan que aparentaba veinte años más de los que realmente tenía. Carlota no lo reconoció. Lo trató como a un extraño, sin dirigirle la palabra. Al cabo de diez minutos sonaron las campanadas de un reloj y ella dijo: «debo ir a la torre. Él puede regresar de un momento a otro». Y se fue.

– ¿Y qué dijo Xaloc?

– No abrió la boca. Mi bisabuela lloraba y mi bisabuelo estaba sumido en la desesperación. Entonces cogió su gorra y salió de allí. Fue a la iglesia donde habían soñado casarse, y entregó al párroco las veinte perlas de Carlota. Aquella noche la pasó caminando por Santa Cruz, y al amanecer se fue con el primer velero que largó amarras. Esta vez nadie lo vio agitar un pañuelo.

Había una lata de cerveza vacía en el suelo. Macarena la empujó con el pie, haciéndola caer al agua. Se oyó una leve salpicadura y ambos se quedaron viendo irse la pequeña mancha oscura sobre la corriente.

– El resto -dijo ella- puede leerlo en los periódicos de la época. Era 1898, y mientras Xaloc navegaba de regreso, el Maine volaba en el puerto de La Habana. El gobierno español autorizó la guerra de corso contra Norteamérica, y él se hizo en el acto con una patente. Su barco era un yate armado muy rápido, el Manigua, con una dotación reclutada entre gentuza de las Antillas. Con él anduvo forzando el bloqueo. En junio de 1898 atacó y hundió dos mercantes en el golfo de Méjico, y hubo un encuentro nocturno con el cañonero Sheridan, del que ninguno de los dos salió bien parado…

– Lo dice usted con orgullo.

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