Читаем La piel del tambor полностью

El cura y la duquesa joven debían de haberse detenido a conversar, porque la Niña y el Potro estaban discretamente en una esquina, pegados a la pared, disimulando. Don Ibrahim agradeció la pausa -autopropulsar sus ciento diez kilos en largas caminatas no era tarea fácil- y miró la luna sobre los oscuros límites de la calle estrecha, saboreando el aroma del cigarro cuyo humo subía en espirales suaves, entre la luz plateada que se derramaba sobre Santa Cruz en cuanto los faroles eléctricos quedaban lejos o desaparecían tras un recodo. Ni siquiera el olor a orín y suciedad próximo a algunos bares, en las calles más oscuras, lograba desplazar el aroma de los naranjos, las damas de noche y las flores asomadas a los balcones cubiertos con persianas tras las que se escuchaba, al pasar, música apagada, fragmentos de conversaciones, el diálogo de una película o los aplausos de un concurso de televisión. De una casa cercana salían los compases de un bolero que le recordaron a don Ibrahim otras noches de luna llena en otros tiempos y otras calles, y el indiano se meció en la nostalgia de sus dos juventudes caribeñas: la real y la imaginada, que se mezclaban en el recuerdo de noches elegantes en las cálidas playas de San Juan, largos paseos por La Habana Vieja, aperitivos en Los Portales de Veracruz con mariachis que cantaban Mujeres divinas, de su amigo Vicente, o aquella María Bonita en cuya composición mucho había tenido él que ver. O tal vez, se dijo con una nueva y larga chupada al habano, sólo fuese nostalgia de su juventud, a secas. Y de los sueños que luego la vida se encarga de irte arrancando a mordiscos.

De todos modos -meditó mientras veía al Potro y a la Niña reanudar la marcha y caminaba tras ellos-, siempre le quedaría Sevilla; algunos de cuyos lugares encontraba tan parecidos a los que marcaron los años de sus recuerdos. Pues aquella ciudad conservaba en los rincones de las calles, en los colores y en la luz, como ninguna otra, el rumor del tiempo que se extingue despacio, o más bien de uno mismo extinguiéndose con aquellas cosas del tiempo a las que se anclan la propia vida y la memoria.

Aunque lo malo de las agonías largas era que uno se arriesgaba a perder la compostura. Don Ibrahim le dio otra chupada al puro mientras movía tristemente la cabeza: en un portal, bajo periódicos y cartones, dormía la sombra confusa de un mendigo; y adivinó, más que vio, el platillo vacío de la limosna, a su lado. Instintivamente metió la mano en el bolsillo, apartando las entradas de los toros y el mechero de García Márquez hasta encontrar una moneda de veinte duros que, inclinándose con esfuerzo sobre la barriga, puso junto al cuerpo dormido. Diez pasos más lejos recordó que no le quedaba calderilla para el parte telefónico a Peregil, y consideró la posibilidad de volver atrás y rescatar la moneda; mas se contuvo, confiando en que el Potro o la Niña llevaran cambio. Un gesto es una profesión de fe. Y aquello no hubiera sido honorable.


El mundo es un pañuelo, pero después de esa noche Celestino Peregil habría de preguntarse muchas veces si el encuentro de su jefe Pencho Gavira con la duquesa joven y el cura de Roma fue casual, o ella quiso pasearlo a propósito ante sus narices, sabiendo como sabía que a esa hora el marido, ex marido o lo que técnicamente fuese el banquero a aquellas alturas, siempre tomaba una copa en el bar del Loco de la Colina. El caso es que Gavira estaba sentado en la terraza llena de gente, con una amiga, y Peregil dentro, en la barra cerca de la puerta, haciendo de guardaespaldas. Había pedido su jefe una malta escocesa con mucho hielo y saboreaba el primer trago mirando a su acompañante, una atractiva modelo sevillana que, a pesar de su notorio déficit intelectual, o quizás precisamente gracias a él, empezaba a ser conocida por una breve frase de un anuncio de Canal Sur sobre cierta marca de sujetador. La frase ingeniosa era «el busto es mío», y la modelo -una tal Penélope Heidegger, que tenía motivos anatómicos poderosos para afirmar aquello- la pronunciaba con devastadora sensualidad. Hasta el punto de que, saltaba a la vista, Pencho Gavira se disponía muy seriamente a compartir durante las próximas horas, y no por primera vez, la propiedad titular del busto en cuestión. Una forma como otra cualquiera, pensaba Peregil, de olvidarse un rato del Banco Cartujano, de la iglesia y de todo aquel trajín que los llevaba por la calle de la Amargura.

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