– Todos lo son -dijo, mirando la imagen como si dudara entre incluirla o no en aquel
Macarena Bruner estaba a su lado, mirándolo con fijeza, el bolso de cuero apretado contra el pecho.
– ¿Eso es lo que cree?
Quart aspiraba el aroma de los naranjos que llenaban el patio.
– Estoy seguro -dijo-. Completamente seguro. Imagino que
Caminaron de nuevo, cruzando la plaza. A veces sus pasos los acercaban, y Quart podía advertir su perfume: algo cercano al jazmín, con fragancias de azahar. Macarena Bruner olía como aquella ciudad.
– Quizá el objetivo no es ayudarlo a usted -dijo ella al cabo de un momento-, sino ayudar a otros. Tal vez todo sea para hacerle comprender lo que está ocurriendo.
– De acuerdo: yo puedo entender la actitud del padre Ferro. Pero mi comprensión no les sirve para nada. Enviaron su mensaje en espera de un buen clérigo lleno de amor y comprensión, y lo que les mandan es un soldado con la espada de Josué -movió un poco la cabeza, con mal humor-. Porque yo soy un soldado, como ese sir Marhalt que tanto le gustaba cuando jovencita. Sólo informo de hechos y busco responsables. La comprensión y las soluciones, si las hay, corresponden a otros -hizo una pausa, antes de añadir una débil sonrisa-. No sirve de nada seducir al mensajero.
Habían llegado al pasadizo que comunicaba el patio de banderas con el barrio de Santa Cruz. Bajo la luz del recodo, sus sombras se deslizaron juntas por las paredes encaladas. Aquello creaba una extraña sensación de intimidad, y Quart sintió alivio cuando salieron de nuevo al otro lado, a la noche abierta.
– ¿Eso piensa? -preguntó Macarena Bruner-. ¿Que pretendo seducirlo?
Quart no respondió. Siguieron caminando en silencio a lo largo de la muralla, y luego por una de las calles estrechas que se adentraban en el barrio judío.
– También sir Marhalt -dijo ella, después de unos instantes-tomaba partido por las causas justas.
– Eran otros tiempos. Además, a su sir Marhalt se lo inventó John Steinbeck. Ahora ya no quedan causas justas. Ni siquiera la mía lo es -se quedó en suspenso, cual si meditara sobre la verdad de aquello-. Pero es la mía.
– Olvida al padre Ferro.
– Eso no es una causa justa. Es un recurso personal. Cada uno se las arregla como puede.
Quart caminaba mirando al frente, pero pudo advertir que ella hacía un movimiento de impaciencia:
– Por favor. He visto
– No. Yo soy más alto. Y usted se equivoca. No ha visto nada, ni sabe nada de mí -sentía deseos de cogerla por el brazo y detenerla mientras hablaba, pero se contuvo. Ella seguía caminando un poco adelantada, y miraba de nuevo al frente como negándose a escuchar-. No sabe por qué soy cura, ni por qué estoy aquí, ni qué he hecho para estar aquí. No sabe a cuántos Príamos Ferro he conocido en mi vida, ni qué es lo que hice con ellos cuando recibí las órdenes apropiadas.
Lo dijo con una amargura que cayó en el vacío; Macarena Bruner no podía saber. Vio que giraba en redondo sobre sus zapatos:
– Parece que lamente no tener una cabeza que enviar a Roma con el próximo correo -se encaraba con él, un poco inclinado el cuerpo hacia adelante-. Creyó que todo sería fácil, ¿verdad?… Pero yo estaba segura de que las cosas cambiarían cuando conociera de cerca a la víctima.
– Se equivoca -Quart negó sosteniendo su mirada-. Nada cambia, al menos en lo formal, que yo conozca mejor al padre Ferro.
– ¿Y en el resto? -se tocaba la frente con un dedo-. Sus ideas.
– El resto es asunto mío. Y sepa que he conocido de cerca a muchas de mis víctimas, como usted dice. Eso no cambió nada.
La oyó suspirar, despectiva: