Читаем La piel del tambor полностью

– Durante mucho tiempo -prosiguió el párroco- lo busqué allá arriba. Me habría gustado tener unas palabras con Él; una especie de ajuste de cuentas, mano a mano. Vi sufrir y morir a mucha gente… Olvidado por mi obispo y quienes lo rodeaban, viví en una soledad atroz, de la que salía para decir misa cada domingo en una iglesia pequeña y casi vacía, o para caminar bajo la nieve y la lluvia, chapoteando en el barro, llevando la extremaunción a ancianos que sólo esperaban mi llegada para morirse. Y durante un cuarto de siglo, sentado a la cabecera de agonizantes que se agarraban a mis manos porque yo era su único consuelo, sólo hablé en una dirección. Jamás obtuve una respuesta.

Se interrumpió, y parecía que aún estuviese dándole una oportunidad a aquella respuesta; pero sólo se escuchaban los sonidos amortiguados por la distancia y el hucheo de las palomas en los aleros de la torre. Fue Quart quien habló ahora:

– O nacemos y morimos de acuerdo a un plan, o nacemos y morimos por accidente.

La vieja cita teológica no era una afirmación ni una respuesta. Sólo una invitación a proseguir el razonamiento interrumpido. Por primera vez Quart comprendía al hombre que estaba ante él; y vio que el otro se daba cuenta. Un brillo de reconocimiento suavizaba la mirada del viejo sacerdote:

– ¿Cómo preservar, entonces -prosiguió el párroco-, el mensaje de la vida en un mundo que lleva el sello de la muerte?… El hombre se extingue, sabe que se extingue, y que a diferencia de reyes, papas y generales, no quedará ninguna memoria de él. Tiene que haber algo más, se dice. De lo contrario, el Universo es una broma de mal gusto; un caos desprovisto de sentido. Y la fe se convierte en una forma de esperanza. Un consuelo. Quizá por eso ya ni el Santo Padre cree en Dios.

A Quart se le escapó una carcajada que sobresaltó a las palomas.

– Por eso defiende usted su iglesia con uñas y dientes.

– Pues claro -el padre Ferro frunció el ceño con malhumor-. ¿Qué más da que yo tenga fe o no la tenga?… Los que acuden a mí sí la tienen. Y eso justifica de sobra la existencia de Nuestra Señora de las Lágrimas. Fíjese en que no es casualidad que se trate de una iglesia barroca: el arte de la Contrarreforma, del no penséis, dejadlo para los teólogos, contemplad las tallas y los dorados, esos altares suntuosos, esas pasiones que, desde Aristóteles, son el resorte esencial para fascinar a las masas… Aturdios con la gloria de Dios. Un excesivo análisis os roba la esperanza; destruye el concepto. Sólo nosotros somos la tierra firme que os pone a salvo del torrente tumultuoso. La verdad mata antes de tiempo.

Alzó Quart una mano:

– Hay una objeción moral, padre. Eso se llama alienación. Planteada así, su iglesia es la televisión del siglo XVII.

– ¿Y qué? -el párroco encogía los hombros, despectivo-. ¿Qué fue el arte religioso barroco sino un intento por arrebatarles audiencia a Lutero, a Calvino?… Además, dígame dónde estaría el papado moderno sin la televisión. La fe desnuda no se sostiene. La gente necesita símbolos con los que abrigarse, porque fuera hace mucho frío. Somos responsables de nuestros últimos fíeles inocentes, aquellos que nos siguieron creyendo, como en la Anahasis, que los conducíamos al mar, y a casa. Al menos mis viejas piedras, mi retablo y mi latín son más dignos que todas esas canciones con megafonía, las pantallas gigantes y la santa misa convertida en espectáculo para masas aturdidas por la electrónica. Creen que así van a conservar la clientela, pero nos envilecen y se equivocan. La batalla está perdida, y llega el tiempo de los falsos profetas.

Cerró la boca e inclinó la cabeza, hosco, al dar por concluida la conversación. Después fue a apoyarse en la ventana, mirando hacia el río. Al cabo de un instante, Quart, que no supo qué hacer o qué decir, fue a apoyarse a su lado en el alféizar. Nunca habían estado tan cerca uno del otro; la cabeza del párroco le llegaba a la altura del hombro. Permanecieron así un rato, sin decir palabra, hasta mucho después que los relojes dieran seis campanadas en las torres de Sevilla. La nube solitaria se había deshecho y el sol descendía en el cielo que continuaba dorándose despacio, al oeste. Entonces don Príamo Ferro habló de nuevo:

– Sólo sé una cosa: cuando termine la seducción habremos terminado también nosotros, porque la lógica y la razón significan el final. Pero mientras una pobre mujer necesite arrodillarse en busca de esperanza o consuelo, mi pequeña iglesia debe mantenerse en pie -sacó del bolsillo el pañuelo sucio y se sonó ruidosamente. La luz poniente resaltaba los pelos blancos de su barbilla mal afeitada-. Con toda nuestra miserable condición a cuestas, los curas como yo seguimos siendo necesarios… Somos la vieja y parcheada piel del tambor sobre la que aún redobla la gloria de Dios. Y sólo un loco envidiaría semejante secreto. Nosotros conocemos -ahora el párroco torció el gesto bajo las cicatrices, en una mueca absorta y oscura- al ángel que tiene la llave del abismo.

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