Читаем La piel del tambor полностью

El rumor del agua y la conciencia de su propio cuerpo le trajeron el recuerdo de otra mujer. Había ocurrido en Sarajevo, agosto del 92, durante un corto y azaroso viaje que Quart hizo a la capital bosnia para mediar en la evacuación de monseñor Franjo Pavelic, un arzobispo croata muy estimado por el papa Wojtila, cuya cabeza estaba amenazada tanto por los musulmanes bosnios como por los serbios. En aquella ocasión fueron necesarios 100.000 marcos alemanes, llevados por Quart a bordo de un helicóptero de Naciones Unidas -maletín sujeto con una cadena a su muñeca y escolta de cascos azules franceses- para que unos y otros consintieran en la evacuación del prelado a Zagreb, sin pegarle un tiro en un control callejero como ya habían hecho con su vicario monseñor Jesic, muerto por un francotirador. Era el Sarajevo de la época dura, bombas en las colas del agua y el pan, veinte o treinta muertos diarios y centenares de heridos que se amontonaban, sin luz ni medicamentos, en los pasillos del hospital de Kosovo; cuando ya no quedaba tierra en los cementerios y las víctimas recibían sepultura en campos de fútbol. Jasmina no era exactamente una prostituta. Había chicas que sobrevivían ofreciéndose como intérpretes a periodistas y diplomáticos en el hotel Holiday Inn, y a menudo intercambiaban con ellos algo más que palabras. El precio de Jasmina era tan relativo como todo en aquella ciudad: una lata de conservas, un paquete de cigarrillos. Se había acercado a Quart inducida por su indumentaria eclesiástica, contándole una historia que en la ciudad asediada resultaba poco original: un padre inválido y sin tabaco, la guerra, el hambre. Quart prometió conseguirle cigarrillos y algo de comida, y ella regresó por la noche, vestida de negro para eludir a los francotiradores. Por un puñado de marcos Quart le consiguió medio cartón de Marlboro y un paquete de raciones militares. Aquella noche hubo agua corriente en las habitaciones, y ella pidió permiso para darse la primera ducha en un mes. Se había desnudado a la luz de una vela, poniéndose bajo el chorro de agua mientras él la miraba fascinado, la espalda contra el marco de la puerta. Era rubia y tenía la piel clara y unos pechos grandes y firmes. Allí, el agua corriéndole por el cuerpo, se había vuelto a mirar a Quart con una sonrisa de invitación, agradecida. Pero él se quedó inmóvil, limitándose a devolverle la sonrisa. No fue esa vez cuestión de reglas. Sencillamente, ciertas cosas no podían hacerse a cambio de medio cartón de cigarrillos y una ración de comida. Así que cuando ella estuvo seca y vestida bajaron al bar del hotel, y a la luz de otra vela se bebieron media botella de coñac mientras las bombas serbias continuaban cayendo afuera. Después, con su medio cartón y su comida, Jasmina deslizó un rápido beso en la boca del sacerdote y se fue corriendo, entre las sombras.

Sombras y rostros de mujer. El agua fría corriéndole por la cara y los hombros hizo mucho bien a Quart. Mantenía la mano herida fuera del chorro, apoyada en los azulejos de la pared, y estuvo así un rato inmóvil, erizada la piel. Después salió, y el agua le goteaba por todo el cuerpo para dejar huellas en las baldosas del suelo. Se secó ligeramente con una toalla y fue a tumbarse en la cama, boca arriba. Rostros de mujer y sombras. Bajo su cuerpo desnudo, la silueta húmeda quedaba impresa en las sábanas. Puso la mano herida entre sus muslos y sintió crecer la carne, vigorosa y endurecida por el pensamiento y los recuerdos. Vislumbraba, a lo lejos, la silueta de un hombre que caminaba solo, entre dos luces. Un templario solitario, en un páramo, bajo un cielo sin Dios. Cerró los ojos, angustiado. Intentaba rezar, desafiando el vacío escondido en cada palabra. Sentía una inmensa soledad. Una tranquila y desesperada tristeza.

X In Ictu Oculi

Mirad esta casa. La ha construido un espíritu santo. Barreras mágicas la protegen.

(El Libro de los Muertos)

Era media mañana cuando Quart fue a la iglesia, tras una visita al Arzobispado y otra al subcomisario Navajo. Nuestra Señora de las Lágrimas estaba desierta, y el único signo de vida era la lamparilla del Santísimo que ardía junto al altar. Se sentó en un banco y estuvo largo rato mirando a su alrededor los andamios contra los muros, el techo ennegrecido, los relieves dorados del retablo en penumbra. Cuando Óscar Lobato salió de la sacristía, no mostró sorpresa por encontrarlo allí. Se acercó hasta quedar en pie a su lado, mirándolo inquisitivo. El vicario vestía una camisa gris clerical, pantalón vaquero y zapatillas de deporte. Parecía haber envejecido desde el incidente de la última entrevista. Llevaba el pelo rubio despeinado y cercos de fatiga bajo los cristales de las gafas. Su piel tenía un tono graso de haber madrugado mucho, o pasado la noche en vela.

– Vísperas ataca de nuevo -le dijo Quart.

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