Читаем La piel del tambor полностью

Se puso en pie y caminó hasta el altar mayor y la entrada de la cripta. Junto a la verja de hierro, cerrada sobre los peldaños que bajaban hacia la oscuridad, tocó la calavera esculpida en el dintel; y como la vez anterior la gelidez de la piedra enfrió el latir de la sangre en su muñeca. Dominando la sensación incómoda que producían el silencio de la iglesia, aquellos peldaños oscuros y el aire húmedo y cerrado que venía de abajo, Quart se obligó a permanecer allí, inmóvil, mirando la negrura de la cripta. Del griego kriptos, oculto, murmuró. Donde la piedra escondía las claves de otros tiempos y otras vidas. Donde yacían los huesos de catorce duques del Nuevo Extremo y la sombra de Carlota Bruner.

Frotándose la muñeca entumecida, Quart se volvió hacia el retablo del altar mayor, que la claridad de las vidrieras colmaba de suave resplandor dorado, dejando en penumbra los detalles interiores para resaltar los relieves externos, la hojarasca y los angelotes, las cabezas de las tallas orantes de Gaspar Bruner de Lebrija y de su esposa. Y en el centro, en su hornacina bajo el dosel, tras el andamio de tubos metálicos atornillados que sostenían una pequeña plataforma, la imagen de la Virgen alzaba los ojos al cielo con las perlas del capitán Xaloc corriéndole como lágrimas por el rostro y la túnica azul, asentada sobre la media luna y con un pie aplastando la cabeza de la serpiente que arrebató a los hombres el paraíso a cambio de la lucidez; de la medusa cuya visión los convirtió después en piedra para que guardasen el terrible secreto. Isis o Ceres, o Astarté, o Tanit, o María: daba igual el nombre elegido para resumir el refugio, la madre, el resguardo, el miedo ante la oscuridad, y el frío, y la nada. Era un vértigo, reflexionó Quart, la cantidad de símbolos que se podían concitar en aquella imagen y su evolución a través de las religiones y de los siglos. De pie sobre la media luna, vestida de azul, color simbólico del astro de la noche y también de las sombras cimerias, el sable de la heráldica, la tierra, la muerte.

El rayo de sol en el suelo se había desplazado otra baldosa a la derecha y menguaba de tamaño cuando el agente del IOE anduvo hasta el centro de la nave y recorrió con la vista la cornisa sobre los andamios, de la que se había desprendido el trozo mortal para el secretario del arzobispo. Fue hasta allí e intentó mover la estructura metálica, pero estaba calzada y ahora se mantenía firme. Se situó aproximadamente donde estaba el padre Urbizu al recibir el impacto en la cabeza. Diez kilos de estuco cayendo desde una altura de casi diez metros resultaban mortales de necesidad. Había espacio en la pasarela del andamio junto a la cornisa para que alguien los hubiese hecho caer; pero el informe policial negaba aquella posibilidad. Eso, más la historia del arquitecto municipal resbalando en el tejado -esta vez ante testigos, matizó Quart con alivio-, parecía descartar en ambas muertes la intervención humana y cargaba el asunto, como Vísperas y el padre Ferro sostenían, a cuenta de la ira de Dios. O a la del Destino, que a juicio de Quart era una buena explicación para los caprichos de un cruel relojero cósmico que parecía despertar cada mañana con ganas de broma. O quizás el azar de unos dioses rabelesianos, soñolientos y torpes como los descritos por Heine, a quienes, cuando se les escapaba una tostada del desayuno, ésta les caía siempre sobre la tierra por la parte de la mantequilla.

A aquellas alturas de la investigación, Quart había establecido de sobra los ingenuos móviles de Vísperas. Sus mensajes eran una apelación a la justicia y al sentido común de Roma; la reivindicación de un viejo cura que libraba su última batalla en un rincón olvidado del tablero. Pero en algo tenía razón el padre Óscar: Vísperas se equivocó al mandar sus mensajes. Ni Roma podía entenderlos, ni monseñor Spada enviaba a la persona adecuada. El mundo y las ideas a las que apelaba el pirata informático habían dejado de existir hacía mucho tiempo. Era como si, después de una guerra nuclear que arrasara la Tierra, los satélites del espacio siguieran enviando señales inútiles a un planeta muerto, mientras ellos giraban fieles y silenciosos allá arriba, en la soledad del espacio infinito.

Quart anduvo unos pasos hacia atrás, recorriendo con la vista la estructura de los andamios y las deterioradas vidrieras de las ventanas abiertas sobre el muro izquierdo de la iglesia. Después se volvió hacia la nave, y Gris Marsala estaba detrás de él, mirándolo.


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