Asintió Gavira, distraído, de nuevo con el pensamiento en la pareja que conversaba junto al Valdés Leal, y disculpándose con Almanzor inició un movimiento de aproximación que procuró tuviese apariencia casual, una especie de ida a la derecha y luego a la izquierda, igual que un velero dando bordadas. De camino sonrió en los lugares correspondientes, estrechó y besó algunas manos y un par de mejillas maquilladas, correcto, seguro, sintiéndose envidiado por los hombres y admirado por las mujeres que se acercaron a él apenas se alejó un poco del alcalde. Dos veces oyó susurrar a su espalda el nombre de Macarena, pero logró que eso no le descompusiera la sonrisa. Puso su copa sobre una bandeja, se tocó el nudo de la corbata y un momento después estaba junto a monseñor Corvo y don Octavio Machuca.
– Bonito cuadro -dijo, por decir algo.
El arzobispo y el banquero miraron el lienzo como si hasta ese momento no hubieran reparado en él. La Muerte llevaba la guadaña en la mano y un féretro bajo el brazo descarnado. A sus pies, un mapamundi, una espada, libros, pergaminos, alegorizaban su triunfo sobre la vida, la gloria, la ciencia y los placeres terrenales. Con otra mano huesuda apagaba la llama de un cirio, y las dos cuencas vacías de la calavera miraban al espectador.
– ¿Bonito? -el arzobispo cambió una mirada con el viejo Machuca. Siguiendo las últimas directrices papales sobre apariciones públicas de los prelados, Aquilino Corvo vestía sotana
Movía la cabeza el viejo banquero, avizores los ojos rapaces tras la nariz ganchuda. En realidad monseñor Corvo era casi veinte años más joven que él; pero al titular de la sede hispalense le gustaba darse aires venerables, por aquello de la dignidad del cargo.
– Pencho es un triunfador -apuntó Machuca-. Y no teme que le apaguen el cirio.
Había un brillo socarrón tras los párpados entrecerrados del anciano. Una de sus manos se hundía en el bolsillo de la americana cruzada de corte antiguo, y la otra colgaba a un costado, casi tan descarnada como la que extinguía la llama en el lienzo de Valdés Leal. El arzobispo sonrió, cómplice.
– Todos estamos sujetos a la voluntad de Dios -dijo en tono profesional.
Gavira lo admitió vagamente, sin cuestionar la cosa. Miraba al viejo banquero y éste interpretó el gesto:
– Hablábamos de tu iglesia.
Aquilino Corvo pasó por alto el posesivo sin alterar la sonrisa, cosa que Gavira consideró de buen augurio. A fin de cuentas, el Arzobispado iba a recibir una substanciosa indemnización, amén del compromiso contraído por el Cartujano de construir una iglesia en otro sitio. Sin olvidar la fundación para la obra social entre la comunidad gitana, que el arzobispo había deslizado hábilmente en el paquete. En última instancia, alguien había tenido también que costearle la jofaina a Pilatos.
– Todavía es la iglesia de Su Ilustrísima -matizó atento Gavira, que nunca cerraba todos los caminos a nadie. Conocía los riesgos de negar retiradas dignas.
Monseñor Corvo agradeció el detalle con un gesto de la mano donde brillaba el anillo. Puesto que de iglesias se trataba, parecía obligado un comentario oficial al respecto.
– Conflicto doloroso -dijo tras breve silencio en busca de la frase adecuada.
– Pero inevitable -añadió Gavira.