Читаем La piel del tambor полностью

Hizo una seca inclinación de cabeza y pasó entre ellos, alejándose con cara de pocos amigos. Machuca movió la nariz de un lado a otro, dos veces, sin que Gavira pudiera precisar si se hallaba desolado o divertido con la escena. En cualquier caso, pensaba. había cometido un error. Porque un error era todo aquello que no producía beneficio a corto, medio o largo plazo.

– Has ofendido su dignidad pastoral -dijo Machuca, socarrón.

Reprimiendo un juramento a flor de labios -habría supuesto un segundo error-, Gavira hizo un gesto de impaciencia:

– La dignidad de Monseñor tiene un precio, como todo, un precio que yo puedo pagar -dudó un instante, en atención al viejo banquero-. Que el Cartujano puede pagar.

– Pero de momento el cura sigue ahí -Machuca hizo una pausa de tres segundos. Una pausa increíblemente malvada- Me refiero al cura viejo.

Observaba a Gavira con curiosidad, pero éste era demasiado consciente de ello. Se tocó la corbata y los puños de la camisa, mirando alrededor. Una mujer hermosa pasó cerca y cambió con ella una sonrisa distraída.

– Eso -prosiguió Machuca, mirando alejarse a la mujer- mantiene a Macarena y a tu suegra en primera línea. De momento.

Era inútil. Gavira se había rehecho y encaraba la situación, impasible.

– No se preocupe -dijo-. Lo conseguiré.

– Eso espero, porque el tiempo se te acaba. ¿Cuántos días te quedan para la junta?… ¿Una semana?

– Lo sabe usted muy bien -el viejo había dicho te quedan y se te acaba. Era odiosa, pensó Gavira, aquella sensación de estar pasando siempre un examen tras otro, sometido a una especie de reválida continua-. Ocho días.

Machuca movió lentamente la cabeza.

– Una final de infarto, que dicen los del Betis -miró en torno, como si otras cosas le ocuparan la cabeza; de pronto se volvió hacia él-: ¿Sabes una cosa, Pencho?… Tengo auténtica curiosidad por ver cómo sacas adelante todo esto. En el consejo van a por ti -sonreía con la boca apergaminada, igual que una serpiente a punto de desprenderse de su piel-. Pero si lo consigues, enhorabuena. Lo que no mata, engorda.

Se alejó Machuca, reclamado por unos conocidos, y Gavira quedó solo bajo el Valdés Leal. Había cerca un tipo regordete y blando, con una papada que parecía prolongación de las mejillas, el pelo lacado y un bolso de piel en la muñeca. El desconocido se acercó cuando sus miradas se cruzaron:

– Soy Honorato Bonafé, de la revista Q+S -extendía una mano, a modo de saludo- ¿Podemos hablar un momento?

Gavira ignoró aquella mano mientras miraba alrededor, el ceño fruncido, preguntándose quién había dejado entrar a aquel individuo.

– Sólo le robaré unos minutos.

– Telefonee a mi secretaria -sugirió fríamente el banquero, volviéndole la espalda- Un día de éstos.

Dio unos pasos entre la gente, alejándose. Para su sorpresa, Bonafé anduvo a su lado. Fruncía la boca mirándolo de reojo, entre obsequioso y seguro de sí. Ruin, concluyó Gavira deteniéndose por fin: aquélla era la descripción exacta del fulano.

– Preparo un reportaje -dijo el otro con rapidez, antes que lo despachase de mala manera- Sobre esa iglesia que le interesa a usted.

– Y a mí qué me cuenta.

Bonafé alzó una mano pequeña y fofa, la misma que había ignorado Gavira.

– Bueno -continuaba frunciendo la boca en mohín conciliador- Si tenemos en cuenta que el Banco Cartujano es el principal interesado en el derribo de Nuestra Señora de las Lágrimas, creo que una conversación, o unas declaraciones… Ya me entiende.

Gavira se mantuvo impasible.

– Pues no. No entiendo en absoluto.

Untuoso, paciente, Honorato Bonafé obsequió al banquero con un rápido esbozo del panorama: el Cartujano, la iglesia y la recalificación del terreno. El párroco, individuo algo dudoso, enfrentado al arzobispo de Sevilla y bajo expediente disciplinario o algo parecido. Dos muertos por accidente, o vaya usted a saber. Un enviado especial de Roma. Y bueno, una bella esposa, o ex esposa, hija de la duquesa del Nuevo Extremo. Y ella y aquel cura de Roma…

Se detuvo de pronto, al ver la expresión de Gavira. El banquero había dado un paso hacia él y lo miraba muy de cerca.

– Bueno, ya me entiende -zanjó Bonafé, resumiendo sobre la marcha- Se lo cuento para que se haga idea: titulares, portada y demás. Publicamos la historia completa la semana que viene. Y naturalmente, su opinión o sus palabras tienen mucho peso.

El banquero seguía inmóvil, mirándolo sin decir palabra. Honorato Bonafé inició una sonrisa pero la dejó allí, inconclusa, entre los labios sonrosados que fruncía paciente, a la espera de respuesta.

– Usted -dijo por fin Gavira- quiere que yo le cuente.

– Eso es.

Pasó cerca Peregil, y Gavira creyó advertir en él una mirada de alarma al ver a Bonafé. Estuvo tentado de llamarlo para preguntarle si tenía algo que ver con la presencia del periodista en la exposición; mas no era momento para un careo. Lo que de verdad le apetecía era sacar de allí a patadas a aquel individuo gordito y blando con modales de chantajista.

– ¿Y qué gano hablando con usted?

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