Читаем La piel del tambor полностью

La sonrisa del periodista se disparó por fin, insolente y segura. Ese es el lenguaje, insinuaba el mohín de la boca.

– Bueno. Controla la información. Aporta su versión de los hechos -Bonafé hizo una pausa cargada de sentidos-… Nos pone de su parte, para entendernos.

– ¿Y si no lo hago?

– Ah. Eso es diferente. El reportaje se publicará de todos modos, pero usted habrá dejado pasar su oportunidad.

Ahora le llegó a Gavira el turno de sonreír, y lo hizo con su mueca más peligrosa: la del Marrajo del Arenal.

– Eso suena a amenaza.

El otro movía la cabeza, ajeno a las sonrisas y a los matices.

– No, por Dios. Sólo pongo mis cartas sobre la mesa -los ojillos abolsados, porcinos, brillaban de codicia-. Juego limpio con usted, señor Gavira.

– ¿Y por qué juega limpio conmigo?

– Oh, pues… No sé -Bonafé se estiraba los faldones de su chaqueta arrugada-. Supongo que, de cara a la opinión pública, su imagen despierta simpatía, ya me entiende: joven banquero que impone un nuevo estilo, etcétera. Usted da bien en las fotos, gusta a las señoras. En una palabra: vende. Es un hombre de moda, y mi revista puede contribuir mucho y bien a que siga de moda. Considérelo una operación de imagen -puso cara de circunstancias-. Mientras que su mujer…

– ¿Qué pasa con mi mujer?

Las palabras sonaban igual que astillas de hielo, pero Bonafé no parecía reparar en las señales de peligro:

– Ella también da bien en las fotos -dijo, sosteniendo la mirada de su interlocutor con mucho aplomo-. Aunque creo que ese torero… Bueno, ya sabe. Eso acabó. Precisamente ahora el sacerdote de Roma… ¿Sabe a quién me refiero?

Gavira pensaba muy rápido, sopesando los pros y los contras. Sólo necesitaba una semana de tregua, y después todo daría igual. Y el precio de aquel tipo estaba a la vista.

– Si, ya comprendo -respondió, todavía el aire ausente- Y dígame: ¿cuánto calcula que puede costarme esa operación de imagen?

Bonafé alzó ambas manos para juntar las yemas de los dedos, en gesto de oración, o de acción de gracias. Parecía relajado. Feliz.

– Oh, bueno -dijo-. Yo había pensado en una conversación detenida sobre esa iglesia. Un cambio de impresiones. Y luego, no sé -le dirigió una mirada significativa al banquero- Quizá le interese invertir en prensa.

Volvió a pasar cerca Peregil, mirándolos como al azar. Gavira observó que su asistente seguía preocupado. El banquero compuso una última sonrisa volviéndose hacia Bonafé, mas nadie hubiera interpretado aquel gesto como indicio de simpatía. Tampoco el otro debió de considerarlo así, pues parpadeó un instante, inquieto.

– Hace tiempo que invierto en prensa -dijo Gavira- Lo que pasa es que aún no había tenido que ocuparme de gente como usted.

Frunció la boca el periodista en una mueca cómplice, de modo que se le estremeció la papada igual que si fuera gelatina. Y Gavira, observándolo, se dijo que Honorato Bonafé daba el tipo perfecto para ese personaje abyecto, viscoso, que suele aparecer asesinado en las películas.

– Lo que me fascina de Europa -dijo Gris Marsala- es su larga memoria. Basta entrar en un lugar como éste, mirar un paisaje, apoyarse contra un viejo muro, y todo está ahí. Tu pasado, tus recuerdos. Tú misma.

– ¿Por eso anda obsesionada con la iglesia? -preguntó Quart.

– No es sólo esta iglesia.

Se hallaban en el atrio, ante el Nazareno de pelo natural y los exvotos polvorientos colgados en la pared. Los dorados del retablo relucían al fondo, bajo los andamios, en la penumbra que rodeaba la imagen de la Virgen y las tallas orantes de los duques del Nuevo Extremo.

– Quizás hay que ser norteamericana para comprenderlo -añadió Gris Marsala al cabo de unos instantes-. Allí tienes la impresión, a veces, de que todo esto fue construido por gente extraña, ajena. De pronto un día vienes y comprendes que es tu propia historia. Que tú misma, por mano de los antepasados, colocaste piedra sobre piedra. Puede que eso explique la fascinación que muchos compatriotas míos sienten por Europa -le sonrió a Quart, el aire absorto-. Inesperadamente doblas una esquina y recuerdas. Te creías huérfana y resulta que no es así. Tal vez por eso ahora no quiero regresar.

Se apoyaba en la pared blanca, junto a la pila de agua bendita. Llevaba, como siempre, el pelo encanecido sujeto con una pequeña trenza en la nuca y el viejo polo azul oscuro que olía ligeramente a sudor. Colgaba los pulgares en los bolsillos traseros de los téjanos manchados de yeso y cal.

– A mí me convirtieron en huérfana varias veces -dijo-. Y la orfandad es esclavitud. La memoria te da aplomo, sabes quién eres y a dónde vas. O a dónde no vas. Sin ella estás a merced del primero que llega y te llama hija suya. ¿No cree? -aguardó, hasta ver que su interlocutor asentía en silencio-. Defender la memoria es defender la libertad. Sólo los ángeles pueden permitirse el lujo de ser espectadores.

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