Brillaban sus ojos, y los incisivos parecían muy blancos despuntando en la boca entreabierta, y el collar de marfil era un trazo pálido de lado a lado del cuello moreno en penumbra. Quart separó los labios para emitir un suspiro largo y apagado que pudo ser, también, un gemido infantil o una protesta. Hacía calor. Una persiana en la tarde filtraba finas líneas de sol sobre el cuerpo moreno de una mujer desnuda, y Carmen la cigarrera liaba hojas de tabaco en la cara interior del muslo, donde brillaban minúsculas gotas de sudor cerca de un sexo de hembra oscuro, rizado y húmedo. Hubo un soplo de brisa. Las hojas de los naranjos y las buganvillas se movieron sobre el rostro de Macarena Bruner, y la luna se deslizó por los hombros del sacerdote Lorenzo Quart como una cota de malla; una loriga que cayese a sus pies. Se irguió el templario y miró alrededor, cansado, escuchando el rumor de la caballería sarracena hacia la colina de Hattin, en cuyas laderas el sol blanqueaba los huesos de los caballeros francos. Y era el mar embravecido el que golpeaba en el espigón del faro, bajo el temporal, mientras los frágiles barquitos intentaban ganar abrigo. Y una mujer enlutada sostenía la mano de un niño por donde gotas de lluvia resbalaban igual que lágrimas. Y olía a sopa hirviendo en un puchero mientras un viejo párroco junto a una chimenea declinaba
Ha desaparecido ante nuestros ojos sin que podamos adivinar cómo.
(Gastón Leroux. El fantasma de la Ópera
)Al arzobispo de Sevilla la satisfacción le bailaba en los ojos, tras el humo de la pipa.
– Así que Roma se rinde -dijo.
Quart puso la taza en su plato y se secó los labios con una servilleta bordada por las monjas Adoratrices. Su sonrisa parecía un suspiro.
– Es una forma de considerarlo, Ilustrísima.
Monseñor Corvo soltó más humo. Estaban sentados uno frente a otro, separados por la mesita baja con dos servicios sobre bandejas de plata. Era costumbre del arzobispo invitar al desayuno a su primera visita de la mañana. Aquel café con tostadas, mantequilla y mermelada de naranjas amargas estaba, en realidad, destinado al deán de la catedral; mas la visita inesperada de Quart, que acudía a despedirse, había alterado el protocolo. Y el arzobispo detestaba el café frío.
– Ya le dije que este asunto no era fácil de resolver.
Quart se reclinó en el sillón. Con gusto habría privado al arzobispo del placer de despedirlo con sarcasmos y sonrisitas ahumadas de tabaco inglés; pero las normas exigían que le presentara sus respetos antes de irse. Y en eso estaba.
– Recuerdo a Su Ilustrísima que no vine a resolver nada, sino a informar a Roma de la situación. Y es lo que me dispongo a hacer.
Monseñor Corvo estaba encantado.
– Sin averiguar quién es
– Cierto -Quart miraba el reloj-. Pero el problema no es sólo
Brilló la piedra amarilla del anillo arzobispal cuando el prelado alzó una mano, tajante.
– No me venga con arabescos de jesuita, padre Quart. Se estrelló en este asunto -lo miró con regocijo apenas disimulado por el humo de la pipa-.
A Quart lo irritaba aquella desenvoltura en atribuir paja al ojo ajeno.
– Es un punto de vista, Ilustrísima -admitió sin disimular su desdén-. Pero, ya que lo menciona, me permito recordarle que ni Roma ni yo habríamos intervenido si Su Reverencia hubiese madrugado un poco… Tanto Nuestra Señora de las Lágrimas como el padre Ferro pertenecen a su diócesis. Y es notorio el dicho evangélico: ovejas sueltas, pastor dormido.