Читаем La piel del tambor полностью

Se acercó sin decir palabra, seguido de cerca por Navajo. La puerta del confesionario se veía abierta. Quart pensó que los pies estaban en posición demasiado extraña. Después pudo distinguir unos arrugados pantalones de color beige. El resto del cuerpo estaba cubierto por un trozo de lona azul, aunque era posible ver una mano con la palma abierta hacia arriba y una herida desde la muñeca al dedo índice, cruzándola. La mano tenía el color amarillento de la cera vieja.


– Un sitio raro, ¿verdad? -el subcomisario hizo una pausa ecléctica mirando el cadáver y luego al sacerdote; dispuesto a oír cualquier sugerencia válida-. Para morirse.

– ¿Quién es?

La pregunta que Quart había formulado con voz ronca, ausente, resultaba superflua. Había reconocido los zapatos, el pantalón beige, la mano pequeña, blanda y fofa. El policía se tocaba el bigote con aire distraído. Parecía que la identidad del difunto fuese lo de menos, y él estuviese pensando en otra cosa:

– Se llama Honorato Bonafé, y es un periodista conocido en Sevilla.

Quart hizo un gesto afirmativo. Demasiadas preguntas, pensaba. Demasiadas visitas inoportunas. Ahora Navajo sí lo miraba:

– Lo conoce, ¿verdad?… Eso pensaba yo. Según me cuentan, el infeliz había estado moviéndose mucho por los alrededores, estos últimos días… ¿Quiere verlo, páter?

Metiendo medio cuerpo en el confesionario, con la coleta agitándosele como la cola de una ardilla diligente, Navajo levantó la lona que cubría el cadáver. Bonafé estaba muy quieto y muy amarillo, recostado en el asiento de madera del confesionario y contra un ángulo de éste, el mentón hundido haciéndole pliegues en la gruesa papada. Tenía un hematoma violáceo y muy grande en el lado izquierdo de la cara y los ojos cerrados. Su expresión era plácida, tal vez cansada. Un hilo de costra parda le salía por las narices y la boca, ensanchándosele en el cuello y en la pechera de la camisa.

– El forense acaba de darle un repaso -el subcomisario señaló a un hombre joven que tomaba notas sentado en uno de los bancos-. Está reventado por dentro, dice, con alguna fractura. Un golpe, quizás, o una caída. Lo que no vemos claro es cómo se metió aquí. O lo metieron.

Por mero reflejo profesional, sobreponiéndose a la repugnancia que en vida le había causado aquel individuo, Quart murmuró una breve plegaria de difuntos e hizo sobre éste la señal de la cruz. A su espalda, Navajo lo observaba con interés:

– Yo de usted no me molestaría, páter. Éste lleva así buen rato. De modo que, donde haya tenido que ir -sus manos remedaban dos alitas volando hacia alguna parte-, hace rato que habrá llegado.

– ¿Cuándo murió?

– Es pronto para saberlo -señaló al forense-. Pero así, a ojo, el artista le echa doce o catorce horas.

Unos policías subidos al andamio junto a la Virgen conversaban animadamente, y sus voces resonaban en la bóveda. El subcomisario chistó para que bajaran el tono y obedecieron confusos, a la manera de chicos a los que se llama la atención en la capilla escolar. Quart se volvió hacia donde Gris Marsala seguía sentada, mirándolo. Por primera vez le pareció frágil, muy sola, quieta en las gradas del altar. Mientras cubría otra vez a Bonafé, el policía dijo que era la monja quien lo había encontrado al llegar temprano.

– Quisiera hablar con ella.

– Claro que sí, páter -Navajo se esmeraba con la lona sobre el cadáver mientras sonreía torciendo el bigote, animoso y comprensivo-. Pero si no le importa, preferiría que antes me contara usted, brevemente, de qué conoce al fallecido… Así no mezclamos testimonios y todo resulta mucho más espontáneo -se incorporó, observándolo por encima de las gafas redondas-. ¿No cree?

– Como guste. Pero con quien debería hablar es con el párroco.

El policía sostuvo un instante su mirada, sin responder. Luego asintió vigorosamente:

– Sí. Eso es lo que yo opino. Lo malo es que a don Príamo Ferro no hay quien lo encuentre esta mañana. Extraño, ¿verdad?

Miraba alrededor, con gesto de quien espera descubrir al párroco tras un andamio, o en cualquier rincón oscuro de la nave.

– ¿Han ido a su casa? -preguntó Quart.

Navajo se volvió a mirarlo con cara de quien acaba de oír una estupidez. Parecía decepcionado, como si esperase más ayuda de su parte.

– Por lo que me cuentan -dijo- ha desaparecido del mapa. Alehop. En el carro del profeta Elias.


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