Читаем La piel del tambor полностью

Fue Gavira quien habló primero. Se había puesto su americana sobre los hombros, preciso y muy tranquilo. Sin eludir su responsabilidad, habló de Celestino Peregil y de cómo éste había interpretado mal sus instrucciones. Ésa era la causa de que él hubiera acudido aquella noche, intentando reparar en lo posible el daño causado. Estaba dispuesto a ofrecer al párroco todo tipo de satisfacciones, incluido el descuartizamiento de Peregil cuando lograse echarle la vista encima; pero era mejor dejar bien claro que eso no cambiaba en nada su actitud respecto a la iglesia. Una cosa era una cosa, matizó, y otra cosa era otra cosa. Tras lo cual interpuso un breve silencio, se pasó los dedos por el pómulo hinchado, y encendió un cigarrillo.

– De modo -añadió tras un instante de reflexión- que vuelvo a quedar al margen de esto.

Y ya no volvió a abrir la boca para nada. Fue Macarena quien habló a continuación, haciendo un relato minucioso de cuanto había ocurrido en ausencia del párroco, y éste la escuchó sin dar señales de emoción, ni siquiera cuando ella mencionó la muerte de Honorato Bonafé y las sospechas de la policía. Lo que llevaba el asunto a Lorenzo Quart. Ahora el padre Ferro se había vuelto hacia él, y lo miraba.

– El problema -dijo Quart- es que usted no tiene coartada.

A la luz de la linterna, los ojos del párroco parecían más oscuros y herméticos:

– ¿Por qué había de necesitarla? -preguntó.

– Bueno -se inclinaba hacia él, los codos sobre las rodillas-. Hay un horario crítico, por decirlo de algún modo, en la muerte de Bonafé: desde las siete o siete y media de la tarde hasta las nueve, más o menos. Depende a qué hora cerrase la iglesia… Si hubiera testigos sobre lo que estuvo haciendo todo ese tiempo, sería estupendo.

Era una dura cabeza la del párroco, pensó una vez más mientras aguardaba la respuesta. Aquel pelo blanco a trasquilones, la nariz ancha, la cara marcada como si la hubiesen tallado a martillazos. La luz de la linterna acentuaba esa apariencia:

– No hay testigos de nada -dijo.

Parecía indiferente a lo que eso significaba. Quart cambió una mirada con Gavira, que permanecía en silencio, y luego suspiró, desalentado:

– Nos complica la situación. Macarena y yo podemos certificar que usted acudió a la Casa del Postigo sobre las once, y que su actitud, desde luego, estaba fuera de toda sospecha. Gris Marsala, por su parte, probará que hasta las siete y media todo transcurrió con normalidad… Supongo que lo primero que va a preguntarle a usted la policía es cómo no vio a Bonafé en el confesionario. Pero no llegó a entrar en la iglesia, ¿verdad?… Es la explicación más lógica. Y supongo que el abogado que pondremos a su disposición le pedirá que se reafirme en ese punto.

– ¿Por qué había de hacerlo?

Lo miró Quart, irritado por lo obvio de todo aquello:

– Pues qué quiere que le diga. Es la única versión creíble. Será más difícil sostener su inocencia si les cuenta que cerró la iglesia sabiendo que había un muerto dentro.

Don Príamo Ferro se mantuvo inexpresivo, igual que si nada fuera con él. Entonces Quart, en tono áspero, le recordó que habían pasado los tiempos en que las autoridades aceptaban como artículo de fe la palabra de un sacerdote; y menos cuando a éste le aparecían cadáveres en el confesionario. Pero el párroco no prestaba atención a sus palabras, limitándose a dirigirle largas y silenciosas miradas a Macarena. Después se quedó otro rato callado, de nuevo sumido en la contemplación del río:

– Dígame una cosa… ¿Qué es lo que conviene a Roma?

Aquello era lo último que esperaba oír Quart. Se movió en su asiento, impaciente.

– Olvídese de Roma -dijo con mal humor-. No es usted tan importante. De todos modos habrá un escándalo. Imagínese: un sacerdote sospechoso de asesinato, y en su propia iglesia.

Si se lo imaginaba, no lo dijo. Se había llevado una mano a la cara y se rascaba la barba. Por alguna extraña razón parecía expectante. Casi divertido.

– Bien -asintió al fin-. Parece que lo ocurrido conviene a todo el mundo. Usted se libra de la iglesia -le dijo a Gavira, que guardó silencio- y ustedes -a Quart- se libran de mí.

Macarena se puso en pie con una exclamación de protesta.

– No diga eso, don Príamo. Hay gente que necesita esa iglesia, y lo necesita a usted. Yo lo necesito. La duquesa también -miró a su marido, desafiante-. Y mañana es jueves, no lo olvide.

Por un momento el duro perfil del padre Ferro pareció dulcificarse un poco.

– No lo olvido -dijo. De nuevo la linterna dibujaba el relieve de la piel tallada a buril-. Pero hay cosas que ya no están en mis manos… Dígame una cosa, padre Quart: ¿Usted cree en mi inocencia?

– Yo sí creo -dijo Macarena, y sus palabras sonaron a súplica. Pero los ojos del párroco seguían fijos en Quart.

– No lo sé -repuso éste-. De veras no lo sé. Aunque lo que yo crea o deje de creer no importa. Usted es un clérigo; un compañero. Mi deber es ayudarlo cuanto pueda.

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