Читаем La piel del tambor полностью

A medida que iba definiéndose la acción, los fantasmas que en las últimas horas habían turbado a Quart se alejaban poco a poco. La noche, el barco a oscuras, la inminencia de un enfrentamiento, lo llenaban de una expectativa casi gozosa, un poco infantil. Era jugar de nuevo, recobrar los viejos gestos conocidos, el control de sí mismo. Recorrer las casillas del sorprendente juego de la Oca que era la vida. Reconocía por fin su territorio, el paisaje incierto del mundo en que se movía habitualmente; y de ese modo retornaba a ser él mismo. De pronto la presencia de Macarena se acotaba de modo tranquilizador en el orden exacto de las cosas, y el templario inseguro podía recobrar la paz del buen soldado. Descubría incluso en Pencho Gavira -y eso era lo singular de aquella situación- a un inesperado camarada de campaña, traído por la brisa del mar y las aguas del río que se deslizaba despacio y manso a sus pies, diluyendo la antipatía que había podido sentir antes, y que sin duda volvería a experimentar mañana. Pero, al menos por una noche, todos los amigos muertos de un templario no estaban muertos. Y le complacía que aquél, inesperado, hubiese venido a pie, sin escolta, caminando solo bajo las acacias oscuras de la orilla en lugar de atrincherarse tras su miedo y todo lo que tenía por perder, y ahora se dispusiera a abordar el Canela Fina sin otras palabras que las imprescindibles.

– Vamos de una vez -se impacientó Macarena. En ese momento le daban lo mismo el uno que el otro. Sólo tenía ojos para el barco amarrado en el muelle.

Gavira miraba a Quart. Los dientes le resplandecían en las sombras de la cara:

– Después de usted, padre.

Se acercaron, procurando no hacer ruido. La embarcación estaba sujeta a los bolardos del muelle con dos gruesas estachas, una a proa y otra a popa. Subieron sigilosamente por la pasarela hasta llegar a una cubierta donde se amontonaban rollos de cabos, destrozados salvavidas, neumáticos, mesas y sillas viejas. Quart se guardó la cartera en un bolsillo del pantalón y, quitándose la americana, la puso doblada sobre uno de los asientos. Gavira lo imitó sin decir nada.

Recorrían la cubierta superior. Por un momento creyeron escuchar un roce bajo sus pies, y el muelle se iluminó débilmente, como si alguien hubiese echado un vistazo desde el interior por uno de los portillos. Quart contenía el aliento, procurando pisar en silencio del modo que le habían enseñado sus instructores de los servicios especiales de la policía italiana: primero el talón, luego el canto del pie, después la planta. La tensión le tamborileaba en los tímpanos, así que procuró serenarse para escuchar los ruidos a su alrededor. Llegó así al puente, donde el timón y los instrumentos estaban cubiertos por fundas de lona, y fue a apoyarse en el mamparo de hierro, el oído atento. Olía a descuido y suciedad. Vio cómo Macarena y después Gavira entraban tras él y se inmovilizaban tensos a su lado, recortadas sus sombras por la luz distante de los faroles del Arenal. Tranquilo el banquero, cambiando con Quart una mirada inquisitiva. Fruncido el ceño Macarena, mirándolos alternativamente en espera de una señal; tan resuelta como si toda su vida la hubiera pasado asaltando barcos a media noche. Había una puerta de madera tras la que se escuchaba, apagado, el sonido de una radio. Una fina línea de luz se advertía a sus pies, en el umbral.

– Si hay complicaciones, uno a cada hombre -susurró Quart, señalándose el pecho y luego el de Gavira, antes de indicar a Macarena-. Y ella se encarga del padre Ferro.

– ¿Y la mujer? -preguntó Gavira.

– No lo sé. Si interviene, ya veremos. Sobre la marcha.

El banquero sugirió que quizás podrían intentarlo por las buenas, hablando él en nombre de Peregil. Debatieron brevemente y en voz queda la cuestión. El problema, concluyeron, era que los secuestradores esperaban la entrega del rescate, y Gavira sólo llevaba encima sus tarjetas de crédito. Reflexionaba Quart a toda prisa, con sus compañeros de aventura mirándolo expectantes; le dejaban la decisión final de clérigo a clérigo, con los riesgos que cada opción implicaba. Lamentando por última vez no haber recurrido a la policía, Quart intentó recordar la manera de plantearse aquella clase de problemas. Por las buenas, palabras: mucha calma y muchas palabras. Por las malas, rapidez, sorpresa, brutalidad. En ambos casos, no darle nunca al adversario tiempo para pensar. Aturdirlo con un alud de impresiones que bloquearan su capacidad de reacción. Y en el peor de los casos, que la Providencia -o quien estuviese de guardia aquella noche- no permitiera lamentar desgracias.

– Vamos a entrar.

Перейти на страницу:

Похожие книги

Афганец. Лучшие романы о воинах-интернационалистах
Афганец. Лучшие романы о воинах-интернационалистах

Кто такие «афганцы»? Пушечное мясо, офицеры и солдаты, брошенные из застоявшегося полусонного мира в мясорубку войны. Они выполняют некий загадочный «интернациональный долг», они идут под пули, пытаются выжить, проклинают свою работу, но снова и снова неудержимо рвутся в бой. Они безоглядно идут туда, где рыжими волнами застыла раскаленная пыль, где змеиным клубком сплетаются следы танковых траков, где в клочья рвется и горит металл, где окровавленными бинтами, словно цветущими маками, можно устлать поле и все человеческие достоинства и пороки разложены, как по полочкам… В этой книге нет вымысла, здесь ярко и жестоко запечатлена вся правда об Афганской войне — этой горькой странице нашей истории. Каждая строка повествования выстрадана, все действующие лица реальны. Кому-то из них суждено было погибнуть, а кому-то вернуться…

Андрей Михайлович Дышев

Детективы / Проза / Проза о войне / Боевики / Военная проза