Читаем La piel del tambor полностью

– Llevas mal las cuentas -dijo el Gitano Mairena-. Te queda una hora, porque el jueves empieza a las doce en punto de esta noche -encendió un fósforo y su llamarada iluminó la mano con su meñique amputado y la esfera de un reloj-. Una hora y cinco minutos.

– Voy a pagar -dijo Peregil-. Os lo juro.

Sonó la risa simpática del Pollo Muelas:

– Pues claro. Por eso vamos a sentarnos los tres juntos, en este banco. Para hacerte compañía mientras llega el jueves.

Ciego de pánico, Peregil echó una ojeada alrededor. Las aguas del río no le ofrecían amparo alguno, y las mismas posibilidades iba a encontrar en una carrera desesperada por el muelle desierto. En cuanto a un arreglo negociado, lo que llevaba encima podía resolver temporalmente el asunto, con dos objeciones: ni cubría la totalidad de la deuda con el prestamista, ni él podía justificar su pérdida ante Pencho Gavira, con quien el montante ascendía ya a once millones como once cañonazos. Eso, sin contar el secuestro del párroco que tenía colgado como una soga al cuello, la cita con la señora y el cura alto, y la cara que iban a poner don Ibrahim, el Potro del Mantelete y la Niña Puñales si los dejaba en la estacada con aquel marrón. A lo que podía sumarse el muerto de la iglesia, la policía, y toda la otra ruina que llevaba encima. De nuevo observó la corriente negra del río. Igual le salía más barato saltar al agua y ahogarse.

Suspiró hondo, muy hondo, y sacó un paquete de cigarrillos. Después miró a la sombra alta y luego a la baja, resignado ante lo inevitable. Quién dijo miedo, pensó. Habiendo hospitales.

– ¿Tenéis fuego?

Aún no había prendido un fósforo el Gitano Mairena cuando Peregil ya estaba corriendo a toda mecha a lo largo del muelle, de vuelta hacia el puente de Triana, como si le fuera la vida en ello. Que era exactamente lo que le iba.

Por un momento se creyó a salvo. Apretaba la carrera respirando acompasado, uno, dos, uno, dos, con la sangre golpeándole muy fuerte en las sienes y el corazón, y los pulmones quemaban igual que si se los estuvieran sacando del pecho para volverlos del revés. Corría casi a ciegas en la oscuridad, oyendo detrás las zancadas de los otros, las imprecaciones del Gitano Mairena, el resuello del Pollo Muelas. Un par de veces creyó que le rozaban la espalda o las piernas, y enloquecido de terror apretó el galope, sintiendo que aumentaba la distancia entre él y sus perseguidores. Las luces de los automóviles sobre el puente se acercaban con rapidez. La escalera, se dijo atropelladamente, ofuscado por el esfuerzo. Había una escalera en algún lugar a la izquierda, y arriba calles, luces, coches, gente. Torció a la derecha acercándose al muro en diagonal, algo golpeó su espalda, aceleró de nuevo mientras dejaba escapar un grito de angustia. Allí estaba la escalera: la adivinó, más que vio, en las sombras. Hizo un último esfuerzo, pero cada vez resultaba más difícil coordinar el movimiento de las piernas. Se desacompasaban, perdía terreno, el cuerpo se iba hacia adelante, en el vacío. Sus pulmones eran una llaga dolorosa y no encontraban aire que respirar. De ese modo llegó al pie de la escalera y pensó, fugazmente, que tal vez iba a conseguirlo. Entonces le fallaron las fuerzas y cayó de rodillas, encogido, como si lo hubieran abatido de un escopetazo.

Estaba hecho polvo. Bajo la camisa, los billetes se le pegaban al cuerpo con el sudor. Giró hasta quedar tumbado boca arriba sobre el primer peldaño, y todas las estrellas del cielo se le movían alrededor, igual que en una atracción de feria. Dónde se han llevado todo el oxígeno, pensó, una mano conteniendo los saltos del corazón para que éste no escapara por la boca abierta. A su lado, resoplando, apoyados en la pared, el Gitano Mairena y el Pollo Muelas intentaban recobrar el aliento.

– Qué hijoputa -oyó decir al Gitano, entrecortada la voz-. Corre como una bala.

El Pollo Muelas se había puesto en cuclillas, respirando igual que una gaita llena de agujeros. La luz de un farol del puente iluminaba media sonrisa simpática.

– Has estado cojonudo, Peregil, de verdad -dijo casi con ternura, palmeándole la cara en suaves cachetes-. Nos has impresionado un huevo. Palabra.

Después se puso en pie con dificultad, y sin dejar de sonreír le dio otro par de cachetitos amistosos en la mejilla. Luego saltó sobre su brazo derecho, partiéndoselo con un crujido. Así le rompió el primero de los huesos que iban a romperle aquella noche.


Macarena Bruner miró el reloj por enésima vez. Pasaban cuarenta minutos de las once.

– Algo va mal -dijo en voz baja.

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