Читаем La piel del tambor полностью

Quart estaba seguro de eso, pero no comentó nada. Aguardaban en la oscuridad, junto a la verja cerrada de un embarcadero de patines acuáticos. Sobre sus cabezas, más allá de las palmeras y las buganvillas, tras las terrazas desiertas del Arenal, se veía la cúpula iluminada del teatro de la Maestranza y un ángulo del edificio del Banco Cartujano. Unos trescientos metros orilla abajo, la Torre del Oro iluminada montaba guardia junto al puente de San Telmo. Y justo en la mitad, amarrado al muelle, estaba el Canela Fina.

– Algo ha salido mal -insistió Macarena.

Llevaba un suéter con las mangas anudadas sobre los hombros. Estaba tensa, inquieta, pendiente del muelle donde tenía que presentarse el hombre de Pencho Gavira. La embarcación en la que según su marido, o ex marido, estaba el padre Ferro, se veía silenciosa y a oscuras, sin rastro de vida. Durante un rato -disponían de tiempo- Quart consideró para sus adentros la posibilidad de que el banquero les hubiese hecho una mala jugada; pero tras darle vueltas descartó la idea. Tal como estaban las cosas, había engaños que Gavira no podía permitirse.

Un soplo de brisa hizo crujir las tablas del embarcadero. El agua chapaleó débilmente en los pilares del muelle. Fuera lo que fuese, algo había alterado el plan; y las cosas amenazaban con desarrollarse de modo menos tranquilizador que el previsto. El instinto de Quart decía que aquel punto muerto auguraba nuevos problemas. Suponiendo que el párroco estuviera en el barco -de lo que no tenían más indicio que la palabra de Gavira-, su rescate iba a complicarse mucho si no hacía acto de presencia el presunto mediador. Quart miró el perfil oscuro y vigilante de Macarena, y luego pensó en el subcomisario Navajo. Tal vez estaban llegando demasiado lejos.

– Quizá fuera conveniente -dijo, con suavidad- llamar a la policía.

– Ni lo pienses -ella no apartaba su atención del muelle desierto y del barco-. Antes tenemos que hablar con don Príamo.

Quart miró a uno y otro lado, bajo las acacias que bordeaban la orilla.

– Pues no viene nadie.

– Ya vendrá. Pencho sabe lo que se juega en esto.

Pero nadie acudió a la cita. Pasaron las doce y la tensión se hizo insoportable. Macarena se paseaba nerviosa junto a la verja del embarcadero. Además, había olvidado sus cigarrillos. Quart se quedó vigilando el Canela Fina mientras ella iba hasta una cabina telefónica del paseo, a llamar a su marido. Volvió sombría. El banquero aseguraba que Peregil se comprometió a acudir a las once en punto, con dinero para el rescate. No se explicaba lo ocurrido, pero se reuniría con ellos en quince minutos.

Apareció al cabo de un rato, caminando bajo las acacias hasta unírseles junto al embarcadero. Vestía un polo bajo la americana, pantalón ligero y calzado deportivo. En la oscuridad parecía mucho más moreno que de costumbre.

– No me explico lo de Peregil -dijo a modo de saludo.

No hubo excusas, ni comentarios inútiles. En pocas palabras lo pusieron al tanto de la situación. El banquero estaba muy preocupado por la ausencia de su asistente, y dispuesto a todo con tal de que no mezclaran a la policía. Una cosa era que ésta se las hubiese con el párroco en libertad, y otra muy distinta que los agentes tuvieran que rescatarlo de un secuestro más o menos imputable a Gavira. Mientras hablaban, Quart admiró su sangre fría: no hacía aspavientos, ni protestas de inocencia, ni intentaba convencer a nadie. Había traído cigarrillos, y él y Macarena fumaron con las brasas protegidas en el hueco de la mano. El banquero escuchaba más que hablaba, inclinada la cabeza, dueño de sí. Lo único que parecía preocuparle era que todo se resolviese a gusto de todos. Por fin miró directamente a Quart:

– ¿Usted qué opina?

Esta vez no había suspicacia, ni chulería en el tono. Era objetivo y tranquilo: sota, caballo y rey, una consulta técnica antes de pasar a la acción. Su pelo peinado con brillantina reflejaba las luces del río.

Quart sólo dudó un instante. Tampoco a él lo hacía feliz que el párroco pasara de manos de sus secuestradores a las del subcomisano Navajo, sin tiempo para un largo cambio de impresiones. Miró el Canela Fina.

– Habría que entrar -opinó.

– Pues vamos -dijo Macarena, resuelta.

– Un momento -opuso Quart-. Antes conviene saber qué vamos a encontrar ahí.

Gavira se lo dijo. Según los informes de Peregil, la banda la formaban tres. Un tipo gordo, grande, cincuentón, era el jefe. Había también una mujer y un ex boxeador. Este último podía ser peligroso.

– ¿Conoce el barco por dentro? -le preguntó Quart.

Gavira dijo que no, aunque era del tipo común para turistas: una cubierta superior con varias filas de asientos, un puente a proa y un interior con media docena de camarotes, cuarto de máquinas y una cámara. Ése, en concreto, llevaba mucho tiempo fuera de servicio, casi abandonado. Alguna vez se fijó en él mientras tomaba copas en las terrazas del Arenal.

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