Habría levantado los dedos para tocar esa boca, pero el gesto de ella no era suyo, sino de otro. Qué absurdo tener celos de un viejo cura pequeño y sucio, pero lo cierto es que los tenía. Tardó unos segundos en responder:
– No lo sé -tras el momento de duda desvió la mirada hacia el patio. Sentada en una mecedora junto a la fuente de azulejos, abanicándose ajena a todo, Cruz Bruner leía apaciblemente-. Por lo que vi en la iglesia, temo que sí.
– Crees que fue él, ¿verdad? -Macarena también miró a su madre. Lo hizo con una inmensa tristeza-. Aunque no haya desaparecido por su voluntad, tú lo sigues creyendo.
– Yo no creo nada -se zafó Quart, malhumorado-. Creer no es mi trabajo.
Le venía a la memoria el salmo de la Biblia referido a la historia de Uzá,
– Don Príamo nunca haría una cosa así.
Quart movió la cabeza, pero no dijo nada. Pensaba en Honorato Bonafé muerto en el confesionario, fulminado por la cólera implacable del Todopoderoso. Era precisamente al padre Ferro a quien él imaginaba haciendo una cosa así.
Un cuarto para las once. Apoyado en un farol bajo el puente de Triana, Celestino Peregil oyó las campanadas del reloj sin levantar la vista de las luces reflejadas en el agua negra del río. Los faros de los automóviles que pasaban por encima corrían a lo largo de la barandilla de hierro, sobre los arcos remachados y los pilares de piedra, y también más allá del parapeto de jardines y terrazas que se levantaba en el paseo de Cristóbal Colón, junto a la Maestranza. Pero abajo, en la orilla, todo estaba tranquilo.
Echó a andar por la explanada bajo el puente, hacia los antiguos muelles del Arenal. La brisa de Sanlúcar empezaba a rizar suavemente la superficie oscura del Guadalquivir, y el fresquito de la noche levantó el ánimo del sicario. Tras las emociones de las últimas horas, todo iba de vuelta a la normalidad. Incluso la úlcera parecía dispuesta a dejarlo en paz. La cita estaba prevista a las once junto al barco donde aguardaban don Ibrahim y sus secuaces, y el propio Gavira le había dado toda clase de instrucciones y seguridades a Peregil para evitar fallos: irían la señora y el cura alto, y él debía limitarse a efectuar la entrega sin problemas. Al párroco lo iban a sacar del
Empezó a silbar, optimista. Salvo alguna pareja de novios o un pescador aislado, el paseo hasta los muelles se veía desierto. Unas ranas croaban entre los juncos de la orilla, y Peregil las escuchó, complacido. Asomaba la luna sobre Triana y el mundo era maravilloso. Las once menos cinco. Apretó el paso. Estaba deseando terminar con el sainete para irse derecho al Casino, a ver lo que el medio kilo daba de sí. Reservándose cinco mil duros para un homenaje con Dolores la Negra.
– Hombre, Peregil. Qué sorpresa.
Se paró en seco. Dos siluetas sentadas en uno de los bancos de piedra se habían incorporado a su paso. Una delgada, alta, siniestra: el Gitano Mairena. Otra menuda, elegante, con movimientos precisos de bailarín: el Pollo Muelas. Una nube ocultó la luna, o quizá lo que ocurrió fue que los ojos de Peregil se nublaron de pronto. Tenía puntitos negros bailándole ante los ojos, y la úlcera se le despertó de un modo salvaje. Le flaquearon las piernas. Una lipotimia, pensó. Me voy a caer redondo de una lipotimia.
– Adivina qué día es hoy.
– Miércoles -la voz le salía desmayada, apenas audible, en un amago de protesta-. Me queda un día.
Las dos sombras se acercaron. En cada una de ellas, una más arriba que otra, relucía la brasa de un pitillo.