Había un apagón en el edificio, y la única luz que entraba en el despacho era la claridad grisácea de una ventana abierta a los jardines del Belvedere. Mientras el secretario cerraba la puerta a su espalda, Quart dio cinco pasos después de cruzar el umbral y se detuvo en el centro exacto de la habitación, entre el ambiente familiar de las paredes donde estantes con libros y archivadores de madera ocultaban parte de los mapas pintados al fresco por Antonio Danti bajo el pontificado de Gregorio XIII: el mar Adriático, el Tirreno y el Jónico. Después, ignorando la silueta que se recortaba en el contraluz de la ventana, dirigió una breve inclinación de cabeza al hombre sentado tras una gran mesa cubierta de carpetas con documentos.
– Monseñor -dijo.
El arzobispo Paolo Spada, director del Instituto para las Obras Exteriores, le devolvió una silenciosa sonrisa cómplice. Era un lombardo fuerte, macizo, casi cuadrado, con hombros poderosos bajo el traje negro de tres piezas que llevaba sin distintivo alguno de su jerarquía eclesiástica. Con la cabeza pesada y el cuello ancho, tenía aire de camionero, luchador, o -quizá más apropiado en Roma- veterano gladiador que hubiese cambiado la espada corta y el casco de mirmidón por el hábito oscuro de la Iglesia. Reforzaba ese aspecto un pelo todavía negro y duro como ásperas cerdas, y las manos enormes, casi desproporcionadas, sin anillo arzobispal, que en ese momento jugueteaban con una plegadera de bronce en forma de daga. Con ella señaló hacia la silueta de la ventana:
– Conoce al cardenal Iwaszkiewicz, supongo.
Sólo entonces Quart miró a su derecha y saludó a la silueta inmóvil. Por supuesto que conocía a Su Eminencia Jerzy Iwaszkiewicz, obispo de Cracovia, promovido a la púrpura cardenalicia por su compatriota el papa Wojtila, y prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, conocida hasta 1965 bajo el nombre de Santo Oficio, o Inquisición. Incluso como silueta delgada y oscura en contraluz, Iwaszkiewicz y lo que representaba eran inconfundibles.
–
El director del Santo Oficio no respondió al saludo, sino que permaneció quieto y en silencio. Fue la voz ronca de monseñor Spada la que medió en el asunto:
– Puede sentarse si lo desea, padre Quart. Ésta es una reunión oficiosa y Su Eminencia prefiere estar de pie.
Había utilizado el término italiano
Monseñor Spada lo miró aprobador, entornados sus ojos astutos cuyo blanco surcaban vetas marrones semejantes a las de un perro viejo. Aquellos ojos, junto al aire macizo y el pelo de duras cerdas, le habían valido un sobrenombre -
– Celebro verlo de nuevo, padre Quart. Ha pasado algún tiempo.