– Apareció en el ordenador personal del Papa -aclaró monseñor Spada cuando su subordinado concluyó la lectura-. Sin firma.
– Sin firma -repitió Quart, mecánico. Solía repetir en voz alta algunas palabras, igual que timoneles y suboficiales repiten las órdenes de los superiores; como si al hacerlo se concediera a sí mismo, o a los demás, ocasión para reflexionar sobre ellas. En su mundo, algunas palabras equivalían a órdenes. Y ciertas órdenes, a veces sólo una inflexión, un matiz, una sonrisa, podían resultar irreparables.
– El intruso -estaba diciendo el arzobispo- utilizó trucos para disimular el punto exacto de origen. Pero la investigación confirma que el mensaje se escribió en Sevilla, con un ordenador conectado a la red telefónica.
Quart leyó por segunda vez el papel, tomándose tiempo.
– Habla de una iglesia… -se interrumpió, en espera de que alguien completara la frase por él. Sonaba demasiado estúpido dicho en voz alta.
– Sí -confirmó monseñor Spada-: una iglesia
– Una atrocidad -apostilló Iwaszkiewicz, sin precisar si se refería al concepto o al objeto.
– De todas formas -añadió el arzobispo-, hemos confirmado su existencia. Me refiero a la iglesia -le dirigió una fugaz mirada al cardenal antes de pasar un dedo por el filo de la plegadera-. Y comprobado también un par de sucesos irregulares y desagradables.
Quart puso el documento sobre la mesa del arzobispo, pero éste no lo tocó, limitándose a mirarlo cual si el acto pudiera acarrear dudosas consecuencias. Entonces el cardenal Iwaszkiewicz se acercó a coger el papel, y tras doblarlo en cuatro pliegues lo introdujo en un bolsillo. Después se encaró con Quart:
– Queremos que viaje a Sevilla e identifique al autor.
Estaba muy cerca, y a Quart, que casi podía oler su aliento, le desagradó la proximidad. Sostuvo su mirada unos segundos y después, haciendo un esfuerzo de voluntad para no dar un paso atrás, miró a monseñor Spada por encima del hombro del cardenal para ver que sonreía breve y ligeramente, agradeciéndole aquel modo de establecer su lealtad al escalón jerárquico.
– Cuando Su Eminencia habla en plural -aclaró el arzobispo desde su asiento- se refiere, por supuesto, a él y a mí. Y por encima de nosotros, a la voluntad del Santo Padre.
– Que es la voluntad de Dios -matizó Iwaszkiewicz, casi provocador, manteniendo la corta distancia y las pupilas negras, duras, fijas en Quart.
– Que es, en efecto, la voluntad de Dios -confirmó monseñor Spada sin que fuera posible detectar en su tono indicio alguno de ironía. A pesar de su poder, el director del IOE conocía perfectamente los límites, y su mirada era una advertencia al subordinado: ambos se movían en aguas peligrosas.
– Comprendo -dijo Quart, y encarando de nuevo los ojos del cardenal hizo una breve y disciplinada inclinación. Iwaszkiewicz pareció relajarse un poco mientras a su espalda monseñor Spada movía la cabeza, aprobador:
– Ya le dije que el padre Quart…
El polaco levantó, para interrumpir al arzobispo, la mano donde lucía el anillo cardenalicio.
– Sí, lo sé -miró por última vez al sacerdote y dejó de interponerse entre ambos, yendo de nuevo hacia la ventana-. Lo ha dicho y lo repitió antes. Dijo que era un buen soldado.
Había hablado con irónico hastío, y se puso a mirar la lluvia como si se desentendiera del asunto. Monseñor Spada dejó la plegadera sobre la mesa para abrir un cajón del que sacó una gruesa carpeta de cartulina azul.
– Identificar al autor de la carta es sólo parte del trabajo -dijo mientras situaba la carpeta ante sí-… ¿Qué dedujo de su lectura?
– Que podría haberla escrito un eclesiástico -respondió Quart, sin vacilar. Después hizo una pausa, antes de añadir-: Y que tal vez está loco de remate.