De aquello habían transcurrido seis semanas y aún rodaban cabezas.
– Se llama
El automóvil torcía a la derecha y después a la izquierda, tras pasar bajo los arcos de la puerta Angélica. Quart miró la espalda del chofer, separado por una mampara de metacrilato que insonorizaba los asientos traseros del automóvil.
– ¿Es todo lo que saben de él?
– Sabemos que puede ser clérigo, y puede no serlo. Y que tiene acceso a un ordenador conectado a la red telefónica
– ¿Edad?
– Imprecisa.
– Me cuenta poca cosa Su Reverencia.
– No fastidie, hombre. Le cuento lo que hay
El Fíat se abría camino entre el tráfico de la Via della Concihazione. Estaba dejando de llover y el cielo se despejaba un poco hacia el este, sobre las alturas del Pincio. Quart acomodó la raya de su pantalón y miró la esfera del reloj, aunque la hora lo tenía sin cuidado.
– ¿Qué está ocurriendo en Sevilla?
Monseñor Spada observaba la calle con aire distraído. Tardó unos instantes en responder, y lo hizo sin cambiar de postura:
– Hay una iglesia barroca… Vieja, pequeña, ruinosa. Se llama Nuestra Señora de las Lágrimas. Estaba siendo restaurada pero se acabó el dinero y la obra quedó a medias… Por lo visto, el solar esta situado en una zona importante, histórica: Santa Cruz
– Conozco Santa Cruz. Es la antigua judería, reconstruida a principios de siglo. Muy cerca de la catedral y el Arzobispado -Quart le dedicó una mueca al recuerdo de monseñor Corvo-. Un hermoso barrio.
– Debe de serlo, porque la amenaza de ruina en la iglesia y la paralización de las obras despierta pasiones de todo tipo- el ayuntamiento quiere expropiar, y una familia de la aristocracia andaluza, relacionada con un banco, desempolva también no sé que derechos seculares.
Acababan de pasar a la izquierda el castillo de Sant'Angelo y el Fiat avanzaba por el Lungotevere en dirección al puente Umberto I. Quart le echó un vistazo a la parda muralla circular que para él simbolizaba el lado temporal de la Iglesia a la que servía: Clemente VII corriendo, remangada la sotana, a refugiarse allí mientras los lansquenetes de Carlos V saqueaban Roma.
– ¿Y el arzobispo de Sevilla?… Me extraña que no se ocupe él.
El director del IOE miraba la corriente gris del Tíber a través de la ventanilla salpicada de gotas de lluvia.
– Es parte interesada, y aquí no se fían. Nuestro buen monseñor Corvo también pretende especular. En su caso, naturalmente, se trata de los intereses terrenales de la Santa Madre Iglesia… A todo esto, Nuestra Señora de las Lágrimas se cae en pedazos y a nadie interesa arreglarla. Parece más valiosa destruida que en pie.
– ¿Tiene párroco?
La pregunta arrancó un lento suspiro al arzobispo.
– Asombrosamente, sí. Un sacerdote de cierta edad se ocupa de ella. Creo que es individuo conflictivo, y las sospechas sobre la identidad de
– Tienen que ser ellos.
El director del IOE alzó a medias una mano dubitativa:
– Tal vez. Pero hay que probarlo.
– ¿Y si obtengo esas pruebas?
– En ese caso -el arzobispo ensombreció el rostro y su tono se hizo más bajo y más grave- lamentarán amargamente su inoportuna afición a la informática.
– ¿Y qué hay de las dos muertes?
– Ahí está justo el problema. Sin ellas, el conflicto no habría pasado de ser uno de tantos: un solar, unos especuladores y mucho dinero de por medio. En tiempos de crisis, si el pretexto es bueno, se derriba la iglesia y se destina el dinero de la venta a la mayor gloria de Dios. Pero las muertes lo complican todo -los ojos veteados de marrón de monseñor Spada se distrajeron al otro lado de la ventanilla; el Fíat se inmovilizaba en los embotellamientos próximos al Corso Vittorio Emmanuele-… En poco tiempo han muerto dos personas relacionadas con Nuestra Señora de las Lágrimas: un arquitecto municipal que estudiaba el edificio con intención de declararlo en ruina y ordenar su desalojo, y un clérigo, el secretario del arzobispo Corvo. Que andaba por allí, al parecer, presionando al párroco en nombre de Su Ilustrísima.
– No me lo puedo creer.
Los ojos de mastín se detuvieron en Quart.
– Pues vaya creyéndoselo. Desde hoy es usted quien se ocupa del asunto.
Seguían bloqueados en un inmenso atasco, entre ruidos de motor y bocinazos. El arzobispo se inclinó hacia la ventanilla para echarle un vistazo al cielo.
– Podemos seguir a pie. Tenemos tiempo, así que lo invito al aperitivo en ese café que a usted le gusta tanto.
– ¿El Greco? Me parece bien. Monseñor. Pero su sastre aguarda. Y su sastre es Cavalleggeri, no un cualquiera. Ni el Santo Padre se atreve a hacerlo esperar.
Sonó la risa ronca del prelado, que ya salía del automóvil: