Читаем La piel del tambor полностью

– Corren malos tiempos -suspiró el arzobispo.

Abismaba la mirada en el cuadro de la pared. Después bebió un poco y se echó hacia atrás en el sillón, chasqueando la lengua.

– Fíjese -añadió, señalando con el mentón la cúpula de Miguel Ángel pintada al fondo-. Ahí sólo los papas tienen derecho a morir. Cuarenta hectáreas que contienen el Estado más poderoso de la tierra, pero cuya estructura sigue fiel al molde monárquico absolutista medieval. Un trono que hoy se sostiene merced a la religión convertida en espectáculo, los viajes papales televisados y toda esa parafernalia del Totus tuus. Y por debajo, el integrismo más reaccionario y más oscuro: Iwaszkiewicz y compañía. Sus lobos negros.

Suspiró de nuevo y, casi con desdén, apartó los ojos del cuadro.

– Ahora la lucha es a muerte -continuó, sombrío-. Sin autoridad la Iglesia no funciona: el truco es mantenerla indiscutida y compacta. En esa tarea, la Congregación para la Doctrina de la Fe es un arma tan valiosa que su importancia crece desde los años ochenta, cuando Wojtila adoptó la costumbre de subir cada día al Sinaí a charlar un rato con Dios -la mirada de mastín vagó alrededor, en una pausa cargada de ironía-. El Santo Padre es infalible incluso en sus errores, y resucitar la Inquisición es buen sistema para cerrar la boca a los disidentes. ¿Quién habla ya de Kung, Castillo, Schillebeeck, o Boff?… La nave de Pedro resuelve siempre sus forcejeos históricos silenciando a los díscolos o arrojándolos por la borda. Nuestras armas son las de siempre: la descalificación intelectual, la excomunión y la hoguera… ¿En qué piensa, padre Quart? Lo veo muy callado.

– Siempre estoy callado. Monseñor.

– Es cierto. Lealtad y prudencia, ¿verdad?… ¿O debo emplear la palabra profesionalidad? -había un jocoso malhumor en la voz del prelado-. Siempre esa maldita disciplina que lleva puesta como una cota de malla… Bernardo de Claraval y sus mafiosos templarios habrían hecho buenas migas con usted. Estoy seguro de que, apresado por Saladino, se dejaría rebanar el gaznate antes que renegar de su fe. No por piedad, claro. Por orgullo.

Quart se echó a reír.

– Pensaba en Su Eminencia el cardenal Iwaszkiewicz -concedió-. Ya no hay hogueras -apuró el resto de su vaso-. Ni excomuniones.

Monseñor Spada emitió un gruñido feroz:

– Hay otras formas de arrojar a las tinieblas exteriores. Las hemos practicado incluso nosotros. Usted mismo.

El arzobispo calló, atento a los ojos de su interlocutor cual si lamentase ir demasiado lejos. De todos modos, era muy cierto. En una primera etapa, cuando no estaban en bandos opuestos, el propio Quart había proporcionado a los lobos negros de Iwaszkiewicz los clavos para varias crucifixiones. Volvió a ver ante sí las gafas empañadas, los ojos miopes y asustados de Nelson Corona, las gotas de sudor corriendo por la cara del hombre que una semana más tarde iba a dejar de ser sacerdote y otra semana después iba a estar muerto. De eso mediaban cuatro años, pero el recuerdo seguía nítido en la memoria.

– Sí -repitió-. Yo mismo.

Monseñor Spada advirtió el tono de su agente, pues los ojos veteados lo estudiaron, inquisitivos.

– ¿Corona, todavía? -preguntó con suavidad.

Quart moduló una sonrisa.

– ¿Con franqueza. Monseñor?

– Con franqueza.

– No sólo él. También Ortega, el español. Y aquel otro, Souza.

Habían sido tres sacerdotes vinculados a la llamada Teología de la Liberación, rebeldes a la corriente reaccionaria impulsada desde Roma; y en los tres casos el IOE ofició como perro negro por cuenta de Iwaszkiewicz y su Congregación. Corona, Ortega y Souza eran destacados curas progresistas que ejercían su apostolado en diócesis marginales, barrios muy pobres de Río de Janeiro y Sao Paulo. Gente partidaria de salvar al hombre en la tierra antes que en el reino de los cielos. Al señalársele como objetivos, el IOE puso manos a la obra, tanteando sus puntos débiles para presionar después. Ortega y Souza claudicaron pronto. En cuanto a Corona, una especie de héroe popular de las favelas de Río, azote de los políticos y la policía local, fue necesario enfrentarlo a ciertos equívocos pormenores de su labor apostólica entre jóvenes drogadictos, asunto que durante varias semanas fue cuidadosamente investigado por Lorenzo Quart sin pasar por alto ningún dicen que, vaya usted a saber, o etcétera. Aun así, el sacerdote brasileño se había negado a rectificar. Odiado por la ultraderecha, a los siete días de verse suspendido a divinis y expulsado de su diócesis con foto en primera plana de los diarios, Nelson Corona fue asesinado por los escuadrones de la muerte. Su cuerpo apareció maniatado y con un tiro en la nuca, en un vertedero próximo a su antigua parroquia. Comunista e veado: comunista y maricón, rezaba el cartel que le habían colgado al cuello.

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