– Escuche, padre Quart. Aquel hombre se apartó del voto de obediencia y de las prioridades de su ministerio, y fue llamado a reconsiderar sus errores. Eso es todo. Después el asunto se fue de las manos; no a nosotros, sino a Iwaszkiewicz y su Santa Congregación. Usted no hizo sino cumplir órdenes. Sólo facilitó las cosas, y no es responsable.
– Con todo el respeto que debo a Su Ilustrísima, sí soy responsable. Corona está muerto.
– Usted y yo conocemos a otros hombres que también han muerto. El financiero Lupara, sin ir más lejos.
– Corona era uno de los nuestros. Monseñor.
– Los nuestros, los nuestros… Nosotros no somos de nadie. Estamos solos. Respondemos ante Dios y ante el Papa -el arzobispo hizo una pausa cargada de intención: los papas morían, y Dios no-. Por ese orden.
Quart miró hacia la puerta como si deseara desentenderse del asunto. Después bajó la cabeza.
– Tiene razón Su Ilustrísima -dijo en tono opaco.
El arzobispo cerró lentamente un puño, igual que si se dispusiera a golpear la mesa; pero lo mantuvo así, enorme, cerrado e inmóvil. Parecía exasperado:
– Oiga. A veces detesto su maldita disciplina.
– ¿Qué debo responder a eso. Monseñor?
– Dígame lo que piensa.
– En situaciones así procuro no pensar.
– No sea idiota. Es una orden.
Quart permaneció callado un instante y después encogió los hombros:
– Sigo creyendo que Corona era uno de los nuestros. Y además un hombre justo.
El arzobispo abrió el puño y alzó un poco la mano.
– Con debilidades.
– Quizás. Lo suyo fue exactamente eso: una debilidad, un error. Y todos cometemos errores.
Paolo Spada se echó a reír, irónico.
– No en su caso, padre Quart. Me refiero a usted. Hace diez años que estoy al acecho de su primer error, y ese día me daré el gusto de recomendarle un buen cilicio, cincuenta azotes y cien avemarías como disciplina -de pronto su tono se volvió ácido-. ¿Cómo logra mantenerse tan disciplinado y tan virtuoso? -hizo una pausa para pasarse la mano por las cerdas del pelo y movió la cabeza sin esperar respuesta-… Pero volviendo al desgraciado asunto de Río, ya sabe que el Todopoderoso escribe a veces con renglones torcidos. Ése fue un caso de mala suerte.
– Ignoro lo que fue. En realidad no me inquieta demasiado, Monseñor; pero es un hecho. Algo objetivo: yo lo hice. Y algún día quizá deba dar cuenta de ello.
– Ese día Dios lo juzgará como a todos nosotros. Hasta entonces, y sólo para cuestiones de trabajo, ya sabe que tiene mi absolución general,
Levantó una de sus grandes manos en gesto de breve bendición. Quart sonreía abiertamente:
– Necesitaría algo más que eso. Además, ¿puede Su Ilustrísima asegurarme que hoy habríamos actuado del mismo modo?
– ¿Se refiere a la Iglesia?
– Me refiero al Instituto para las Obras Exteriores. ¿Le pondríamos ahora en bandeja con tanta facilidad aquellas tres cabezas al cardenal Iwaszkiewicz?
– No lo sé. Francamente, no lo sé. Una estrategia se compone de acciones tácticas -el prelado observó a su interlocutor con brusca atención, interrumpiéndose, el aire inquieto-… Espero que nada de esto tenga relación con su trabajo en Sevilla.
– No la tiene. Al menos eso creo. Pero me pidió que fuese franco.
– Escuche. Usted y yo somos sacerdotes profesionales y no acabamos de caernos de un guindo. Iwaszkiewicz tiene a todo el mundo comprado o atemorizado en el Vaticano -miró alrededor como si el polaco fuese a aparecer por allí de un momento a otro-. Únicamente le falta poner su zarpa sobre el IOE. Ya sólo nos defiende cerca del Santo Padre el secretario de Estado, Azopardi, que fue compañero mío de estudios.
– Usted, Ilustrísima, tiene muchos amigos. Ha hecho favores a mucha gente.
Paolo Spada dejó oír su risa incrédula:
– En la Curia se olvidan los favores y se recuerdan las ofensas. Vivimos en una corte de eunucos correveidiles, en la que nadie asciende sin el apoyo de otro. Todos se precipitan en apuñalar al caído, pero cuando las cosas no están claras ninguno osa dar un paso por miedo a las consecuencias. Recuerde la muerte del papa Luciani: era necesario tomar su temperatura rectal para determinar la hora de la muerte, pero nadie se atrevía a meterle un termómetro en el culo.
– Pero el cardenal secretario de Estado…
El Mastín sacudió las cerdas negras:
– Azopardi es mi amigo, aunque en el sentido que esa palabra tiene aquí. También debe velar por sí mismo, e Iwaszkiewicz es poderoso.
Guardó silencio unos instantes, cual si hubiera puesto el poder de Jerzy Iwaszkiewicz en el platillo de una balanza y el suyo en el otro, y aguardase con pocas esperanzas el resultado.