Caramon era el siguiente, con Tasslehoff echado a la espalda. Caramon iba protestando a voces que no tenían ningún motivo para arrestarlo, era oficial de un ejército de los Dragones y estaban cometiendo un grave error. ¿Qué más daba si no tenía los papeles necesarios? Exigía hablar de inmediato con la persona al cargo.
Tas tenía la cara cubierta de sangre y magullada, y debía de estar inconsciente, pues estaba callado. Y Tasslehoff Burrfoot jamás estaría callado en una situación tan interesante.
«¿Dónde está Tanis?», se preguntó Raistlin. Caramon, siempre tan inseguro, jamás abandonaría a su líder. Quizá Tanis hubiera muerto. El hecho de que Tasslehoff estuviera herido daba a entender que había habido un combate. Los kenders nunca sabían cuándo tenían que mantener la boca cerrada.
En el grupo había otra persona, un hombre alto de barba larga y blanca. Al principio Raistlin no lo reconoció, hasta que Tika dio un traspié. El draconiano baaz la empujó y tropezó con el hombre alto. La barba falsa se desprendió y Raistlin supo quién era: Berem.
Tika tocó la cara de Berem, como si estuviera preocupada por él, pero lo que en realidad quería era arreglar el desaguisado y rápidamente volver a pegar la barba.
El grupo pasó tan cerca de Raistlin que le habría bastado con extender una mano para tocar a Caramon en el brazo, ese brazo fuerte en el que tantas veces se había apoyado, que tantas veces lo había sostenido, le había dado abrigo y lo había defendido. Raistlin se concentró en el hombre de la barba falsa.
Raistlin había prometido entregar a Takhisis a Berem, el Hombre Eterno, y allí estaba el Hombre Eterno, a un paso de él.
Raistlin soltó el aire lentamente. La idea estalló en su cabeza como una estrella fugaz, cegándolo. Su corazón latía con fuerza, las manos le temblaban. Sólo había pensado ver a su hermana, Kitiara, con la corona sobre la cabeza. Hasta allí había llegado su ambición, su deseo. Jamás había soñado con tener la capacidad de derrotar a la reina Takhisis. Rápidamente borró esa idea, consciente de la voz que resonaba en su mente. Fistandantilus estaba allí, observando, esperando, tomándose su tiempo.
Dos soles no pueden girar en la misma órbita.
Raistlin se tapó bien el rostro con la capucha y se apartó. Se quedó junto a una pared. Los clérigos y los soldados pasaban a su lado, empujándose, y lo ocultaban. Los draconianos siguieron caminando, abriéndose paso a golpes entre la multitud, hasta que Raistlin los perdió de vista.
—¿Adónde llevan a los prisioneros? —preguntó a su guía.
—A los calabozos que hay debajo del templo —contestó ella. Hizo una mueca de desaprobación—. No sé por qué los idiotas de los guardias han traído a esa escoria al piso principal. Los dracos tendrían que haber entrado por la puerta que les corresponde. Pero ¿qué puede esperarse de esos lagartos? Siempre he dicho que fue un error crearlos.
«Verdaderamente», pensó Raistlin. Pero no por la razón que su guía imaginaba. Los draconianos de la Reina Oscura, llevados al mundo para ayudarla a conquistarlo, estaban llevando al único hombre del mundo que podía hacer que la diosa lo perdiera. Y lo llevaban al único lugar del mundo en el que el hombre necesitaba estar: La Piedra Angular.
32
Una especie de reunión. La trampa del hechizo
Los servicios del mediodía se celebraban en varios lugares del templo. La guía de Raistlin lo condujo por una escalera de veintiséis peldaños hasta un lugar que se conocía sencillamente como el Santuario.
—Un espacio de adoración y meditación —según su guía—, donde ninguna imagen ni ningún sonido interfieren a los sentidos, para no distraernos de nuestra adoración a la reina.
Por lo visto, eso incluía la luz. Entraron en un pasadizo serpenteante donde la oscuridad era total, impenetrable. Raistlin tenía que avanzar a ciegas, palpando una pared de piedra con una mano y arrastrando los pies por el suelo para no tropezar con nada. Su guía otorgaba un gran valor simbólico a la oscuridad.
—Nosotros, los mortales, estamos ciegos y tenemos que confiar en nuestra reina para que nos guíe. Estamos sordos y sólo oímos su voz —le dijo la peregrina antes de adentrarse en el lugar sagrado—. En el Santuario no se permite ninguna luz. Está prohibido hablar. Los hechizos sagrados protegen la oscuridad y el silencio.
Raistlin lo encontró todo muy incómodo.
Se dio cuenta de que el pasadizo acababa porque se pegó de bruces contra una pared. No veía nada, no oía nada. Sin embargo, sí olía y sentía, y ambos sentidos le dijeron que estaba en una habitación llena de gente. La guía de Raistlin le apretó el hombro para indicarle que tenía que postrarse de hinojos. Raistlin hizo como que se arrodillaba y, en cuanto la mujer lo soltó, se separó de ella sigilosamente. No quería perderse, así que se mantuvo cerca de la puerta, de pie junto a la entrada, apoyado en el Bastón de Mago.