Читаем La Torre de Wayreth полностью

Desde su ventajosa posición en el puente, Raistlin podía ver a dos de los Señores de los Dragones. Allí estaba el rostro bello y desdeñoso de Salah-Kahn y los rasgos feos y astutos del semiogro Lucien de Takar. El trono blanco estaba vacío. Ariakas había gritado varias veces llamando a lord Toede, el Señor del Dragón Blanco, pero nadie había respondido.

El mismo Toede que había sido Fewmaster en Solace. El mismo Toede cuya búsqueda del bastón de cristal azul había arrastrado a Raistlin y a sus amigos a terribles peligros y les había hecho emprender el camino brillante e intenso, oscuro y tortuoso que ahora recorrían.

Desde donde estaba, Raistlin no podía ver a Kitiara. Debía de estar sentada en el trono que había a la derecha de Ariakas. Raistlin avanzó un poco más por el puente. Ya no le preocupaba que alguien lo viera desde abajo. La bóveda del salón estaba envuelta en nubes de humo. Esas nubes las emitían los dragones, que lo observaban todo desde sus perchas elevadas, así como las antorchas repartidas por las paredes y las llamas que crepitaban en los braseros de hierro. Con su túnica negra, Raistlin no era más que otra sombra en una sala repleta de sombras.

Takhisis lo estaría observando, como observaría con ávido interés todo lo que estaba sucediendo. El ambiente estaba cargado del olor a humo y a acero, a piel y a intrigas. Seguro que Ariakas también había percibido la pestilencia. Y, sin embargo, permanecía sentado en su trono solo, aislado, apartado, seguro de su invulnerabilidad. No había apostado guardias armados, sólo contaba con la Corona del Poder. Que sus vasallos se preocupasen de las espadas. Ariakas no temía nada ni a nadie. Contaba con el respaldo de su reina.

«Pero ¿sigue siendo eso cierto?», se preguntaba Raistlin.

De los gobernantes se espera una actitud segura. Incluso la arrogancia se permite en un trono. Pero los dioses no perdonaban la soberbia. El último hombre vivo que había llevado la corona se había visto aquejado de esa enfermedad. El Príncipe de los Sacerdotes de Istar se había creído tan poderoso como un dios. Los dioses de Krynn le habían enseñado lo que era realmente el poder, y una montaña abrasadora había caído sobre su cabeza. Ariakas había cometido el error de tener un concepto demasiado alto de sí mismo.

Desde donde estaba, por fin Raistlin podía ver a Kitiara. Y con ella estaba Tanis, el semielfo.

<p>34</p><p>La Corona del Amor. La Corona del Poder</p>Día decimosexto, mes de Mishamont, año 352 DC

Raistlin no esperaba encontrar allí a Tanis, y no se lo tomó como una sorpresa agradable. La presencia del semielfo podía trastocar seriamente su plan. Tanis no estaba junto a su hermana, pues únicamente el Señor del Dragón podía acceder a la plataforma. No obstante, estaba lo más cerca posible de ella, en el último escalón que llevaba al trono.

Raistlin frunció los labios. Tanis había ido a Neraka a salvar a la mujer que amaba. Pero ¿sabía acaso qué mujer era ésa?

El consejo proseguía su marcha. Raistlin estaba mucho más alto que los tronos de los Señores de los Dragones y, aunque hasta él llegaba la voz profunda de Ariakas, la mayor parte de lo que decía se perdía en la vastedad de la cámara. Por lo que entendió, el Señor del Dragón Toede no había acudido porque lo había matado un kender. La noticia provocó un sonido que Raistlin sí distinguió perfectamente: la carcajada burlona de Kitiara.

Ariakas estaba furioso. Se puso de pie y empezó a descender de su tribuna. Kitiara no se movió. Sus soldados echaron mano de sus armas.

Raistlin observó, divertido, cómo Tanis daba un paso hacia Kitiara, con actitud protectora, mientras ella permanecía sentada en su trono, mirando a Ariakas con expresión claramente burlona. Los otros dos Señores de los Dragones se habían levantado y observaban la escena interesados. Seguramente ambos albergaban la esperanza de que Ariakas y Kitiara se matasen entre sí.

Raistlin se acercó al borde del puente y bajó la vista hacia Ariakas, que estaba justo debajo de él. Ese era el momento perfecto para atacar. Nadie le prestaba atención. Todos los ojos estaban clavados en los Señores de los Dragones. Raistlin preparó su magia.

Y entonces se quedó ciego. La oscuridad borró su visión, cubrió su mente, su corazón y sus pulmones. Se quedó inmóvil, pues estaba al borde del puente. Un mal paso y caería al vacío. Siempre le quedaba la posibilidad de utilizar la magia del bastón y flotar como una pluma, pero eso significaría que todos los presentes en el salón lo verían, incluido Ariakas, a no ser que estuvieran tan ciegos como él en ese momento. Como si le leyera el pensamiento, una mano invisible le arrebató el bastón y lo golpeó en la espalda. Se le desbocó el corazón, aterrorizado, y se tambaleó hacia delante. Cayó pesadamente y, aunque le dolían las muñecas y se había magullado las rodillas, temblaba aliviado, pues al menos no se había precipitado al vacío.

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