Los Espirituales se colocaron bien las capuchas y se alisaron las túnicas. Se oyó una trompeta y volvieron a extenderse los vítores por toda la sala, tan ensordecedores o más aún que los dedicados al emperador. El Señor de la Noche se sentía satisfecho. Hizo un gesto y la hilera de Espirituales empezó a avanzar hacia la puerta. Saldrían al estrecho puente de piedra que llevaba desde la antecámara al trono de la Reina Oscura. Los dos primeros Espirituales ya estaban en la puerta cuando, de pronto, el asistente lanzó un grito para que se detuvieran.
—¿Por qué? ¿Qué pasa? —preguntó el Señor de la Noche, frunciendo el entrecejo otra vez por la contrariedad.
—¡La señal era para la Señora del Dragón Kitiara, mi señor! —contestó el asistente, tembloroso—. La Dama Azul y sus tropas están entrando en la sala ahora mismo.
El Señor de la Noche palideció de furia. Los Espirituales abandonaron la fila y se arremolinaron enfadados alrededor de su líder. Todos querían ser escuchados. La aparición de un draconiano que lucía el emblema de la guardia del emperador trajo consigo un silencio cortante y repentino.
—¿Qué quieres? —preguntó el Señor de la Noche, furibundo.
—Su Majestad Imperial Ariakas transmite sus respetos al Señor de la Noche de la reina Takhisis —dijo el draconiano—. El emperador me envía para informar a vuestra señoría de que ha habido un cambio de planes. Vuestra señoría y sus respetados clérigos entrarán en el salón detrás del Señor del Dragón del Ejército de los Dragones Blancos, lord Toede. El emperador...
—Me niego —repuso el Señor de la Noche con una tranquilidad que resultaba inquietante.
—Ruego que me perdonéis, vuestra señoría —dijo el draconiano.
—Ya me has oído. No voy a entrar el último. De hecho, no voy a entrar. Puedes decírselo a Ariakas.
—Se lo diré al emperador —repuso el draconiano, antes de retirarse con una reverencia y un movimiento desdeñoso de la cola.
El Señor de la Noche paseó su mirada lúgubre por los clérigos.
—Ariakas me insulta y, al insultarme, está insultando a nuestra reina. ¡No estoy dispuesto a aceptarlo, y nuestra diosa tampoco! Iremos al Santuario y desde allí le dedicaremos nuestras oraciones.
Los Espirituales salieron presurosos de la habitación, haciendo gala de una justificada indignación. Raistlin iba a unirse a ellos. Dio un paso, se llevó la mano al pecho y lanzó un grito de dolor desgarrador. Se le cayó el bastón de la mano. Tropezó, se tambaleó y cayó de rodillas, entre toses y escupitajos sanguinolentos. Con un gemido, cayó de bruces y se quedó tendido en el suelo, retorciéndose entre terribles dolores.
Los Espirituales se detuvieron y lo miraron preocupados. Varios dirigieron sus miradas dubitativas hacia el Señor de la Noche.
—¿Deberíamos ayudarle? —preguntó uno de ellos.
—Dejadlo. Morgion se ocupará de su clérigo —repuso el Señor de la Noche, hizo un gesto desdeñoso con la mano y salió apresuradamente de la antecámara.
Los Espirituales no necesitaban que se lo dijeran dos veces. Cubriéndose la boca y la nariz con la manga de sus túnicas negras, pasaban al lado de Raistlin lo más rápido posible.
En cuanto estuvo seguro de que se hallaba solo, Raistlin se puso de pie. Recogió el Bastón de Mago, se acercó a la puerta y se asomó al salón.
Ante él se extendía un puente estrecho de piedra negra. Al final se abría la tribuna envuelta en sombras donde se encontraba el trono de la Reina Oscura. La diosa todavía no había hecho su entrada. Quizá estuviera en el Santuario, escuchando las quejas de su Señor de la Noche. En el salón, retumbaban los tambores y vitoreaban los soldados. Otro Señor del Dragón entraba grandiosamente. Raistlin se aventuró un par de pasos por el puente. Pero no fue muy lejos, pues quería ver, pero no ser visto.
El puente no tenía barandilla, ni pretil. Raistlin se asomó por el borde y vio las cabezas de la multitud que estaba mucho más abajo. Los soldados se elevaban, se retorcían y se agitaban, y a Raistlin le hicieron pensar en un montón de gusanos alimentándose de un cadáver putrefacto. Las plataformas en las que se situaban los tronos de los Señores de los Dragones estaban muy altas sobre el suelo. Unos puentes estrechos de piedra unían las antecámaras de cada Señor con su trono. De esa forma, los Señores de los Dragones no tenían que abrirse paso entre la muchedumbre.
El trono de Ariakas se elevaba sobre los demás. Ocupaba el lugar de honor, justo debajo de la tribuna de la Reina Oscura.
El trono del emperador era de ónice y carente de adornos. Por el contrario, el trono de Takhisis era terriblemente hermoso. El respaldo estaba formado por los cuellos graciosamente curvos de las cinco cabezas de dragón: dos a la derecha, dos a la izquierda y una en el centro. Los brazos del trono eran las patas del dragón; el asiento, el pecho de la bestia. Todo el trono estaba hecho de piedras preciosas: esmeraldas, rubíes, zafiros, perlas y diamantes negros.