Читаем La Torre de Wayreth полностью

—¿Estás seguro de que se trataba de Raistlin Majere?

—El joven dio un nombre falso, pero no puede haber muchos hombres en el mundo con la piel dorada y las pupilas como relojes de arena. No obstante, quise asegurarme y le pregunté a Astinus. Él asegura que el joven es Raistlin. Piensa tomar la Túnica Negra y ni siquiera se va a molestar en consultárselo al Cónclave, como debe hacerse.

—Va a convertirse en un renegado. —Ladonna se encogió de hombros—. Lo has perdido, Par-Salian. Parece que no soy la única que comete errores.

—Nunca me ha gustado decir que ya te lo había dicho —dijo Justarius con expresión seria—. Pero ya te lo había dicho.

Ladonna se dirigió a sus aposentos. Justarius regresó a Palanthas por los pasadizos de la magia. Par-Salian volvía a estar solo.

Se sentó de nuevo junto al fuego casi extinguido, reflexionando sobre todo lo que acababa de oír. Intentó concentrarse en las noticias nefastas que había traído Ladonna, pero se dio cuenta de que no podía alejar sus pensamientos de Raistlin Majere.

—Quizá me equivocara cuando lo elegí para que fuera mi espada para combatir el mal —musitó Par-Salian—. Pero, viendo lo que he oído esta noche y por lo que sé de Raistlin Majere, tal vez no haya sido así.

Par-Salian bebió lo que quedaba de vino elfo. Tiró el poso a las brasas, lo que acabó de apagarlas, y fue a acostarse.

<p>3</p><p>Recuerdos Un viejo amigo</p>Día tercero, mes de Mishamont, año 352 DC

No era el dolor físico que me nublaba la mente. Era aquel dolor interior ya conocido que me atenazaba, que me desgarraba como unas garfas ponzoñosas. Caramon, fuerte y jovial, bondadoso y amable, transparente y honesto. Caramon, el amigo de todos. No como Raistlin, el canijo, el Ladino.

—En mi vida no he tenido más que mi magia —dije, hablando con claridad, pensando con claridad por primera vez en mi vida—. Y ahora tú también tienes eso.

Apoyándome en la pared, levanté las dos manos y junté los pulgares. Empecé a pronunciar las palabras, esas palabras que invocarían la magia.

—¡Raist! —Caramon empezó a retroceder—. Raist, ¿qué estás haciendo? ¡Venga! ¡Me necesitas! Yo cuidaré de ti, como siempre he hecho. ¡Raist! ¡Soy tu hermano!

—No tengo hermanos.

Bajo aquella superficie de fría y dura piedra, bullían y se agitaban los celos. El temblor resquebrajaba la roca. Los celos, al rojo vivo y abrasadores, se extendieron por mi cuerpo y ardieron en mis manos. La llama centelleó, se agitó y envolvió a Caramon...

Alguien llamó a la puerta y bruscamente devolvió a Raistlin a la realidad.

Se estiró en la silla y, de mala gana, dejó que el recuerdo se alejara de él lentamente. No disfrutaba reviviendo ese momento, ni mucho menos. Sus recuerdos de la Prueba en la Torre de la Alta Hechicería eran espantosos, pues le devolvían los amargos mordiscos de los celos y la ira, la visión de Caramon muriendo entre las llamas, el desgarro de los gritos de su gemelo, el hedor a carne quemada.

Y después de todo eso, tuvo que enfrentarse a Caramon, que había conocido la muerte a manos de su hermano. Ver el dolor en sus ojos, en cierto sentido mucho más cruel que el dolor de la agonía. Pues todo había sido una ilusión, una parte de la Prueba, para enseñar a Raistlin a conocerse a sí mismo. Él jamás habría querido rememorarlo, habría mantenido sus recuerdos encerrados, pero estaba intentando aprender algo de todo eso y era necesario que lo soportara de nuevo.

Era primera hora de la mañana y se encontraba en la pequeña celda que le habían asignado en la Gran Biblioteca. Los monjes lo habían llevado allí cuando creyeron que se moría. En aquella celda, por fin se había atrevido a asomarse a la oscuridad de su propia alma y había encontrado el valor de enfrentarse a los ojos que le devolvían la mirada. Había recordado la Prueba y el pacto que había hecho con Fistandantilus para pasarla.

—Dije que no me molestaran —gritó Raistlin, enfadado.

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