Читаем La Torre de Wayreth полностью

Lute era un tipo rechoncho con una cabezota considerable. Con expresión hosca, siempre presumía de que era la persona más vaga de Ansalon. Todas las mañanas se desplazaba desde la cama, que estaba en una habitación situada justo detrás del mostrador, hasta el taburete, donde se pasaba sentado el día entero, excepto en los momentos en que visitaba la bacinilla. Cuando llegaba la hora de cerrar la tienda, bien entrada la noche, Lute se deslizaba del taburete y, balanceándose, recorría los pocos pasos que lo separaban de la cama. Sobre los ojos le caía una mata de pelo rizado y negro que se unía con la tupida barba, negra y rizada, en algún punto cerca de la nariz, así que no era fácil definir dónde empezaba la barba y terminaba la melena. Unos ojos pequeños y penetrantes brillaban a través de la espesura.

—Estofado de conejo —contestó Talent.

—¡Menuda porquería! ¡Más bien parecía un enano gully al vapor! —exclamó Lute.

—Haberlo devuelto —sugirió Talent.

—Aquí el amigo tiene que alimentarse de algo. —Lute gruñó y volvió a concentrarse en el regateo.

Talent sonrió. Su estofado de conejo era bueno, no había otro mejor en esa parte del mundo. Lute siempre estaba quejándose de algo.

Si Lute tenía apellido, nadie lo sabía. Afirmaba que era humano, pero a Talent no lo engañaba. Una noche, cuando no hacía mucho que se conocían, Lute se había adentrado algo más de la cuenta en los caminos traicioneros del aguardiente enano y le había contado a Talent que su padre era un enano del reino de Thorbardin. Cuando Talent lo mencionó a la mañana siguiente, Lute se puso hecho una furia y negó que él hubiera dicho tal cosa. Se pasó una semana sin hablar con él. Talent nunca había vuelto a sacar el tema.

Talent paseó entre los montones de trastos que abarrotaban el almacén. En el Botín de Lute había objetos provenientes de todo Ansalon. Talent solía decir que podía seguir los avances de la guerra por los artículos expuestos en la tienda. En la misma habitación había pinturas y tapices de Qualinesti; un juego de sillas que se decía que venía de la famosa posada de El Ultimo Hogar de Solace; alguna que otra cosa del reino de los enanos, pero no demasiadas, porque Thorbardin había rechazado a los ejércitos de los Dragones. No había nada procedente del reino elfo de Silvanesti, pues se decía que esa tierra estaba maldita y nadie se acercaba. En cambio, se acumulaba un sinfín de objetos de la zona oriental de Solamnia, que había caído bajo el yugo de la Dama Azul, aunque hasta donde sabía Talent, Palanthas todavía resistía.

Esperó pacientemente a que el soldado cerrara su negocio. Al final el hombre aceptó el precio, aunque afirmaba que estaba muy por debajo del valor de lo que fuera que estaba intentando vender. El soldado se fue de muy mal humor, apretando las monedas en la mano. Talent lo reconoció, porque era un habitual de su taberna, y supuso que aquellas monedas no tardarían en acabar en su caja fuerte.

Después de que el soldado saliera dando un portazo, Lute levantó su bastón negro y lo agitó en el aire. Era la señal para que Talent cerrara la puerta y la atrancara. Si Talent no hubiera estado allí para atrancarla, lo habría hecho Shinare, pues Lute lo había adiestrado para tal menester. Después, su compañero Hiddukel empujaría una barra de hierro con el morro, hasta que la puerta quedara bien atrancada y no pudiera abrirse desde fuera. De esa manera, Lute se ahorraba la fatigosa tarea de caminar desde el mostrador hasta la puerta y vuelta al mostrador.

La principal misión de los mastines consistía en disuadir a los ladrones. Saludaban a los clientes a la entrada y los escoltaban por toda la tienda, gruñendo cada vez que osaban tocar algo sin tener el permiso de Lute. En caso de que alguien se arriesgara a robar algo y saliera corriendo, Lute no tenía más que recurrir a la pequeña ballesta que tenía en el mostrador, junto a la taza de té de vainas, que le gustaba muy fuerte y con un buen chorro de miel. Si alguien dudaba de la destreza de Lute con la ballesta, él señalaba la calavera de un goblin sujeta a la pared con una flecha que le atravesaba un ojo.

Talent estaba a punto de colocar la barra de la puerta, cuando oyó que alguien llamaba. Escudriñó las sombras pero al principio no vio nada.

—Aquí abajo, cegato —dijo Mari.

Talent bajó la vista a la altura de la kender.

—Ya se ha hecho la entrega —anunció ella.

—Muy bien, gracias —respondió Talent.

Mari le hizo un gesto de despedida con la mano y echó a correr en la noche. Talent volvió a cerrar la puerta.

—¿Era la kender? —preguntó Lute, ceñudo—. No ibas a dejar entrar a esa ladronzuela, ¿verdad?

Talent sonrió.

—No, estás a salvo. Ha venido a informar de que la mercancía se ha entregado.

—Bien. Tú te ocupas de eso.

Lute inició las complicadas maniobras de descenso del taburete. Talent, acompañado por los dos mastines, se abrió camino a través del laberinto de cosas y por fin llegó junto al mostrador.

—¿Alguna noticia del tal Berem? —preguntó.

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