La desastrosa y mugrienta apariencia del hombre-bestia se desprendió como cae el feo caparazón de una crisálida para descubrir la hermosa mariposa aprisionada en su interior. De los disfraces emergieron dos seres de belleza extraordinaria.
Es difícil describir tanta hermosura. Eran altos, esbeltos, de delicada estructura ósea, con ojos grandes y luminosos. Pero hay muchos en este mundo a los que podría describírselos así, muchos a los que se considera hermosos. Y lo que para unos puede ser bello, no lo es para otros. Un enano considera las patillas de una enana muy atractivas, y cree que los tersos rostros de las mujeres humanas resultan insulsos y sin carácter. Aun así, hasta un enano se daría cuenta de que estas personas eran hermosas. Tan hermosas como una puesta de sol en las montañas, como un claro de luna en el mar, como la bruma matinal levantándose en los valles.
Una palabra transformó las burdas pieles de animales que llevaban puestas en fino tejido de seda brillante. Otra palabra cambió el propio árbol en el que los dos habían estado escondidos, estirando las ramas contraídas, suavizando los nudosos troncos. El árbol se alzó recto y orgulloso, y sus hojas, de un verde profundo, susurraron con la brisa del océano. Unas flores exudaron un dulce perfume. Como resultado de otra palabra, todos los otros árboles sufrieron esta misma transformación.
Los dos abandonaron la playa y se dirigieron tierra adentro, siguiendo la misma dirección que los caballeros habían tomado para llegar al poblado de chozas de barro. Ninguno de los dos habló; se sentían cómodos con su silencio. Las palabras que acababan de intercambiar eran, probablemente, más de las que cualquiera de ellos había dirigido a otro de su raza en varios años. Los irdas disfrutaban con el aislamiento, con la soledad. Ni siquiera les gustaba estar cerca entre ellos mismos durante largos períodos. Había hecho falta que surgiera esta crisis para que se iniciara la conversación entre los dos observadores.
En consecuencia, la escena con la que se encontraron a su regreso fue casi tan perturbadora como lo había sido para los caballeros ver las chozas de barro y los utensilios de arcilla. Los dos irdas vieron a todos los suyos, varios centenares de personas, reunidos debajo de un inmenso sauce, una circunstancia casi sin precedentes en la historia de los irdas.
Los feos y deformes árboles habían desaparecido, reemplazados por un denso y lujuriante bosque de robles y pinos. Construidas alrededor y entre los árboles había viviendas pequeñas, concebidas y diseñadas con sumo cuidado. Cada casa era distinta en aspecto y apariencia, pero muy pocas tenían más de cuatro habitaciones, incluyendo el área de cocinar, la de meditación, la de trabajo y la de dormir. Las viviendas que contaban con cinco cuartos también albergaban a los jóvenes de la raza. Un niño vivía con uno de los padres (la madre, por lo general, a menos que las circunstancias aconsejaran lo contrario) hasta que el niño alcanzara el Año de la Unicidad. En ese momento, el niño abandonaba la casa y se establecía en una vivienda propia.
Cada morada irda era autosuficiente. Todo irda cultivaba y criaba su propio alimento, obtenía su agua, se dedicaba a sus estudios. El intercambio social no estaba prohibido ni mal visto. Simplemente, no existía. Semejante idea jamás se le habría ocurrido a un irda; de haberlo hecho, se habría considerado un rasgo peculiar de otras razas inferiores, tales como la humana, la elfa, la enana, la kender y la gnoma; o de las razas oscuras, como la de los minotauros, los goblins y los draconianos; o de una raza que jamás se mencionaba entre los irdas: la de los ogros.
Un irda se unía con otro sólo una vez en la vida, con el propósito de tener intercambio sexual. Ésta era una experiencia traumática tanto para los hombres como para las mujeres, ya que no se unían por amor, sino por un fuerte impulso producto de la práctica mágica conocida como el