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Los irdas habían vivido en el continente de Ansalon a lo largo de siglos, desde su creación. Sin embargo, pocos miembros de las restantes y más prolíficas razas conocían su existencia. Semejantes criaturas portentosas habían sido materia de leyenda y cuentos populares. Todos los niños aprendían sobre el regazo de sus madres la historia de los ogros, que en un tiempo fueron las criaturas más hermosas creadas jamás, pero que —a causa del pecado del orgullo— habían sido maldecidos por los dioses y transformados en monstruos feos y aterradores. Tales cuentos tenían un fondo de moraleja.

—Rolando, si vuelves a tirar del pelo a tu hermana, te convertirás en un ogro.

—Marigold, si sigues admirando tu cara bonita, un día te mirarás en el espejo y te encontrarás con que te has vuelto más fea que un ogro.

Los irdas, así lo dice la leyenda, eran ogros que habían logrado escapar de la ira de los dioses y por ello seguían siendo hermosos, con todas sus virtudes y poderes mágicos intactos. A causa de ser tan poderosos y tan bellos y gozar de tantas bendiciones, los irdas no se codeaban con el resto del mundo, de manera que desaparecieron. Los niños, cuando paseaban por un bosque oscuro y silencioso, siempre buscaban un irda porque —según la leyenda— si se capturaba uno se lo podía obligar a que concediera un deseo.

En esto había el mismo grado de verdad que suele hallarse en la mayoría de las leyendas, pero expresaba el principal temor de los irdas: si alguien de cualquier otra raza descubría un irda, intentaría aprovecharse de su poderosa magia para alcanzar sus propios fines. Este temor de ser utilizados empujaba a los irdas a vivir solos, escondidos, disfrazados, evitando todo contacto con cualquiera.

Habían pasado muchos años desde que un irda había caminado por Ansalon, ya fuera por bosques oscuros y silenciosos o por cualquier otro sitio. Tras la Guerra de la Lanza, los irdas habían esperado con anhelo un largo período en el que reinara la paz, pero habían sufrido una desilusión. Las distintas facciones y razas de Ansalon eran incapaces de acordar un tratado de paz. Peor aún: las razas estaban luchando entre ellas. Y entonces llegaron rumores de la formación de una vasta oscuridad en el norte.

Temeroso de que su gente quedara atrapada en otra guerra devastadora, el Dictaminador tomó una decisión. Envió aviso a todos los irdas para que abandonaran el continente de Ansalon y viajaran a esta isla remota, a mayor distancia de los límites conocidos por todo el mundo. Y así habían llegado aquí y habían vivido en paz y aislamiento durante muchos años. Paz y aislamiento que ahora acababan de romperse.

Los irdas se habían congregado debajo del sauce para intentar poner fin a esta amenaza. Se habían reunido para discutir sobre los caballeros y los bárbaros, pero, aun así, seguían estando aparte, cada uno de ellos separado de sus semejantes, mirando el árbol y después volviendo la vista hacia los otros, desasosegados, incómodos e insatisfechos. La rama cortada por el frío acero del caballero yacía en el suelo. La savia rezumaba del corte en el árbol vivo, y el espíritu del sauce gritaba de angustia sin que los irdas pudieran confortarlo. Una existencia pacífica, que había sido perfecta a lo largo de los años, había llegado a su fin.

—Nuestro escudo mágico ha sido penetrado —dijo el Dictaminador dirigiéndose al grupo en general—. Los caballeros negros saben que estamos aquí. Volverán.

—Disiento en eso, Dictaminador —argumentó otro irda con actitud respetuosa—. Los caballeros no volverán, pues nuestros disfraces los engañaron. Creen que somos salvajes, poco más que unos animales. ¿Por qué iban a regresar? ¿Qué podrían querer de nosotros?

—Ya conoces el modo de actuar de la raza humana —replicó el Dictaminador, su tono cargado de la tristeza de siglos—. Puede que los caballeros negros no quieran nada de nosotros ahora. Pero llegará el momento en que sus líderes necesitarán hombres para aumentar las filas de sus ejércitos, o decidirán que esta isla sería un buen sitio para construir barcos, o precisarían situar una guarnición aquí. Un humano nunca es capaz de dejar nada en paz. Tiene que hacer algo con cualquier objeto que encuentra, darle algún uso, romperlo para ver cómo funciona, atribuirle algún tipo de significado o sentido. Y así será con nosotros. Volverán.

Viviendo siempre a solas, en aislamiento, los irdas no habían necesitado un organismo gubernamental, pero comprendían que era preciso que uno de ellos tomara decisiones en nombre de todos. En consecuencia, desde tiempos inmemoriales, siempre habían elegido a uno entre ellos que era conocido como el Dictaminador. A veces un hombre y a veces una mujer, el Dictaminador no era ni el más viejo ni el más joven, ni el más sabio ni el más astuto, ni el mago más poderoso ni el más débil. Era de un término medio, por lo que se esperaba que no tomara decisiones drásticas, sino que siguiera un curso comedido.

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