En el otro lado de la habitación estaba Isabel Llorente, una dama con aire de maniquí que hablaba en susurros y que parecía escapada de una revista de modas de antes de la guerra. Se pasaba el día maquillándose y mirándose en un pequeño espejo ajustándose la peluca. La quimioterapia la había dejado como una bola de billar, pero ella estaba convencida de que nadie lo sabía. Me enteré de que había sido "Miss" Barcelona en 1934 y la querida de un alcalde de la ciudad. Siempre nos hablaba de un romance con un formidable espía que en cualquier momento volvería a rescatarla de aquel horrible lugar donde la habían confinado. Doña Carmen ponía los ojos en blanco cada vez que la oía. Nunca la visitaba nadie y bastaba con decirle lo guapa que estaba para que sonriese una semana.
Una tarde de jueves a finales de marzo llegamos a la habitación y encontramos su cama vacía. Isabel Llorente había fallecido aquella mañana, sin darle tiempo a su galán a que la rescatase.
La otra paciente de la habitación era Valeria Astor, una niña de nueve años que respiraba gracias a una traqueotomía. Siempre me sonreía al entrar. Su madre pasaba todas las horas que le permitían a su lado y, cuando no la dejaban, dormía en los pasillos. Cada día envejecía un mes. Valeria siempre me preguntaba si mi amiga era escritora y yo le decía que sí, y que además era famosa. Una vez me preguntó, nunca sabré por qué, si yo era policía. Marina solía contarle historias que se inventaba sobre la marcha. Sus favoritas eran las de fantasmas, princesas y locomotoras, por este orden. Doña Carmen escuchaba las historias de Marina y se reía de buena gana. La madre de Valeria, una mujer consumida y sencilla hasta la desesperación de cuyo nombre nunca conseguí acordarme, tejió un chal de lana para Marina en agradecimiento.
El doctor Damián Rojas pasaba varias veces al día por allí. Con el tiempo, aquel médico llegó a caerme simpático. Descubrí que había sido alumno de mi internado años atrás y que había estado a punto de entrar como seminarista.
Tenía una novia deslumbrante que se llamaba Lulú. Lulú lucía una colección de minifaldas y medias de seda negras que quitaban el aliento. Le visitaba todos los sábados y a menudo pasaba a saludarnos y a preguntar si el bruto de su novio se portaba bien. Yo siempre me ponía colorado como un pimiento cuando Lulú me dirigía la palabra.
Marina me tomaba el pelo y solía decir que, si la miraba tanto, se me pondría cara de liguero.
Lulú y el doctor Rojas se casaron en abril. Cuando el médico volvió de su breve luna de miel en Menorca una semana más tarde, estaba como un fideo. Las enfermeras se partían de risa con sólo mirarle.
Durante unos meses ése fue mi mundo. Las clases del internado eran un interludio que pasaba en blanco. Rojas se mostraba optimista sobre el estado de Marina. Decía que era fuerte, joven, y que el tratamiento estaba dando resultado.
Germán y yo no sabíamos cómo agradecérselo. Le regalábamos puros, corbatas, libros y hasta una pluma Mont Blanc. Él protestaba y argumentaba que únicamente hacia su trabajo, pero a ambos nos constaba que metía más horas que ningún otro médico en la planta.
A finales de abril Marina ganó un poco de peso y de color. Dábamos pequeños paseos por el corredor y, cuando el frío empezó a emigrar, salíamos un rato al claustro del hospital. Marina seguía escribiendo en el libro que le había regalado, aunque no me dejaba leer ni una línea.
– ¿Por dónde vas? preguntaba yo.
– Es una pregunta tonta.
– Los tontos hacen preguntas tontas. Los listos las responden. ¿Por dónde vas?
Nunca me lo decía. Intuía que escribir la historia que habíamos vivido juntos tenía un significado especial para ella. En uno de nuestros paseos por el claustro me dijo algo que me puso la piel de gallina.
– Prométeme que, si me pasa cualquier cosa, acabarás tú la historia.
– La acabarás tú -repliqué yo y además me la tendrás que dedicar.
Mientras tanto la pequeña catedral de madera crecía y, aunque doña Carmen decía que le recordaba al incinerador de basuras de San Adrián del Besós, para entonces la aguja de la bóveda se perfilaba perfectamente.
Germán y yo empezamos a hacer planes para llevar a Marina de excursión a su lugar favorito, aquella playa secreta entre Tossa y Sant Feliu de Guíxols, tan pronto pudiera salir de allí. El doctor Rojas, siempre prudente, nos dio como fecha aproximada mediados de mayo.
En aquellas semanas aprendí que se puede vivir de esperanza y poco más.
El doctor Rojas era partidario de que Marina pasara el mayor tiempo posible andando y haciendo ejercicio por el recinto del hospital.
– Arreglarse un poco le vendrá bien -dijo.
Desde que estaba casado, Rojas se había convertido en un experto en cuestiones femeninas, o eso creía él. Un sábado me envió con su esposa Lulú a comprar una bata de seda para Marina. Era un regalo y la pagó de su propio bolsillo.