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Aquel sendero no parecía conducir a ninguna parte. Marina se limitó a adentrarse en él. Me condujo hasta un camino que ascendía hacia un pórtico flanqueado por cipreses. Más allá, un jardín encantado poblado por lápidas, cruces y mausoleos enmohecidos palidecía bajo sombras azuladas. El viejo cementerio de Sarriá.

El cementerio de Sarriá es uno de los rincones más escondidos de Barcelona. Si uno lo busca en los planos, no aparece. Si uno pregunta cómo llegar a él a vecinos o taxistas, lo más seguro es que no lo sepan, aunque todos hayan oído hablar de él. Y si uno, por ventura, se atreve a buscarlo por su cuenta, lo más probable es que se pierda. Los pocos que están en posesión del secreto de su ubicación sospechan que, en realidad, este viejo cementerio no es más que una isla del pasado que aparece y desaparece a su capricho.

Ése fue el escenario al que Marina me llevó aquel domingo de septiembre para desvelarme un misterio que me tenía casi tan intrigado como su dueña. Siguiendo sus instrucciones, nos acomodamos en un discreto rincón elevado en el ala norte del recinto. Desde allí teníamos una buena visión del solitario cementerio. Nos sentamos en silencio a contemplar tumbas y flores marchitas. Marina no decía ni pío y, transcurridos unos minutos, yo empecé a impacientarme. El único misterio que veía en todo aquello era qué diablos hacíamos allí.

– Esto está un tanto muerto -sugerí, consciente de la ironía.

– La paciencia es la madre de la ciencia -ofreció Marina.

– Y la madrina de la demencia -repliqué. Aquí no hay nada de nada.

Marina me dirigió una mirada que no supe descifrar.

– Te equivocas. Aquí están los recuerdos de cientos de personas, sus vidas, sus sentimientos, sus ilusiones, su ausencia, los sueños que nunca llegaron a realizar, las decepciones, los engaños y los amores no correspondidos que envenenaron sus vidas… Todo eso está aquí, atrapado para siempre.

La observé intrigado y un tanto cohibido, aunque no sabía muy bien de lo que estaba hablando. Fuera lo que fuese, era importante para ella.

– No se puede entender nada de la vida hasta que uno no entiende la muerte -añadió Marina.

De nuevo me quedé sin comprender muy bien sus palabras.

– La verdad es que yo no pienso mucho en eso -dije. En la muerte, quiero decir. En serio no, al menos…

Marina sacudió la cabeza, como un médico que reconoce los síntomas de una enfermedad fatal.

– O sea, que eres uno de los pardillos desprevenidos… -apuntó, con cierto aire de intriga.

– ¿Los desprevenidos? Ahora sí que estaba perdido. Al cien por cien.

Marina dejó ir la mirada y su rostro adquirió un tono de gravedad que la hacía parecer mayor. Estaba hipnotizado por ella.

– Supongo que no has oído la leyenda empezó Marina.

– ¿Leyenda?

– Me lo imaginaba -sentenció. El caso es que, según dicen, la muerte tiene emisarios que vagan por las calles en busca de los ignorantes y los cabezas huecas que no piensan en ella.

Llegado a este punto, clavó sus pupilas en las mías.

– Cuando uno de esos desafortunados se topa con un emisario de la muerte -continuó Marina, éste le guía a una trampa sin que lo sepa. Una puerta del infierno. Estos emisarios se cubren el rostro para ocultar que no tienen ojos, sino dos huecos negros en los que habitan gusanos. Cuando ya no hay escapatoria, el emisario revela su rostro y la víctima comprende el horror que le aguarda…

Sus palabras flotaron con eco mientras mi estómago se encogía.

Sólo entonces Marina dejó escapar aquella sonrisa maliciosa. Sonrisa de gato.

– Me estás tomando el pelo -dije por fin. Evidentemente.

Transcurrieron cinco o diez minutos en silencio, quizá más. Una eternidad. Una brisa leve rozaba los cipreses. Dos palomas blancas revoloteaban entre las tumbas. Una hormiga trepaba por la pernera de mi pantalón. Poco más sucedía. Pronto sentí que una pierna se me empezaba a dormir y temí que mi cerebro siguiese el mismo camino. Estaba a punto de protestar cuando Marina alzó la mano, haciéndome callar antes de que hubiese despegado los labios. Me señaló hacía el pórtico del cementerio.

Alguien acababa de entrar. La figura parecía la de una dama envuelta en una capa de terciopelo negro. Una capucha cubría su rostro. Las manos, cruzadas sobre el pecho, enfundadas en guantes del mismo color que su atuendo. La capa llegaba hasta el suelo y no permitía ver sus pies. Desde allí, se diría que aquella figura sin rostro se deslizaba sin rozar el suelo. Por alguna razón, sentí un escalofrío.

– ¿Quién…? -susurré.

– Sssh -me cortó Marina.

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