Ocultos tras las columnas de la balconada, espiamos a aquella dama de negro. Avanzaba entre las tumbas como una aparición. Portaba una rosa roja entre los dedos enguantados. La flor parecía una herida fresca esculpida a cuchillo. La mujer se aproximó a una lápida que quedaba justo bajo nuestro punto de observación y se detuvo, dándonos la espalda. Por primera vez advertí que aquella tumba, a diferencia de todas las demás, no tenía nombre. Sólo podía distinguirse una inscripción grabada en el mármol: un símbolo que parecía representar un insecto, una mariposa negra con las alas desplegadas.
La dama de negro permaneció por espacio de casi cinco minutos en silencio al pie de la tumba. Finalmente se inclinó, depositó la rosa roja sobre la lápida y se marchó lentamente, del mismo modo en que había venido. Como una aparición.
Marina me dirigió una mirada nerviosa y se acercó a susurrarme algo al oído. Sentí sus labios rozarme la oreja y un ciempiés con patitas de fuego empezó a bailar la samba en mi nuca.
– La descubrí por casualidad hace tres meses, cuando acompañé a Germán a traerle flores a su tía Reme… Viene aquí el último domingo de cada mes a las diez de la mañana y deja una rosa roja idéntica sobre esa tumba explicó Marina. Siempre lleva la misma capa, los guantes y la capucha. Siempre viene sola. Nunca se le ve la cara. Nunca habla con nadie.
– ¿Quién está enterrado en esa tumba?
El extraño símbolo tallado sobre el mármol despertaba mi curiosidad.
– No lo sé. En el registro del cementerio no figura ningún nombre…
– ¿Y quién es esa mujer?
Marina iba a responder cuando vislumbró la silueta de la dama desapareciendo por el pórtico del cementerio. Me asió de la mano y se alzó apresurada.
– Rápido. Vamos a perderla.
– ¿Es que vamos a seguirla? -pregunté.
– ¿Tú querías acción, no? -me dijo, a medio camino entre la pena y la irritación, como si fuera bobo.
Para cuando alcanzamos la calle Dr. Roux, la mujer de negro se alejaba hacia la Bonanova. Volvía a llover, aunque el sol se resistía a ocultarse. Seguimos a la dama a través de aquella cortina de lágrimas de oro. Cruzamos el Paseo de la Bonanova y ascendimos hacia la falda de las montañas, poblada por palacetes y mansiones que habían conocido mejores épocas. La dama se adentró en la retícula de calles desiertas. Un manto de hojas secas las cubría, brillantes como las escamas abandonadas por una gran serpiente. Luego se detuvo al llegar a un cruce, una estatua viva.
– Nos ha visto… -susurré, refugiándome con Marina tras un grueso tronco surcado de inscripciones.
Por un instante temí que fuese a volverse y a descubrirnos. Pero no. Al poco rato, torció a la izquierda y desapareció. Marina y yo nos miramos. Reanudamos nuestra persecución. El rastro nos llevó a una callejuela sin salida, cortada por el tramo descubierto de los ferrocarriles de Sarriá, que ascendían hacia Vallvidrera y Sant Cugat. Nos detuvimos allí. No había rastro de la dama de negro, aunque la habíamos visto torcer justo en aquel punto. Por encima de los árboles y los tejados de las casas se distinguían los torreones del internado en la distancia.
– Se habrá metido en su casa -apunté. Debe de vivir por aquí…
– No. Estas casas están deshabitadas. Nadie vive aquí.
Marina me señaló las fachadas ocultas tras verjas y muros. Un par de viejos almacenes abandonados y un caserón devorado por las llamas décadas atrás era cuanto quedaba en pie. La dama se había esfumado ante nuestras narices.
Nos adentramos en el callejón. Un charco reflejaba una lámina de cielo a nuestros pies. Las gotas de lluvia desvanecían nuestra imagen. Al final del callejón, un portón de madera se balanceaba movido por el viento.
Marina me miró en silencio. Nos aproximamos hasta allí con sigilo y me asomé a echar un vistazo. El portón, cortado sobre un muro de ladrillo rojo, daba a un patio. Lo que en otro tiempo fue un jardín ahora estaba completamente poseído por las malas hierbas. Tras la espesura, se adivinaba la fachada de un extraño edificio cubierto de hiedra. Tardé un par de segundos en comprender que se trataba de un invernadero de cristal armado sobre un esqueleto de acero. Las plantas siseaban, igual que un enjambre al acecho.
– Tú primero -me invitó Marina.
Me armé de valor y penetré en la maleza. Marina, sin previo aviso, me tomó la mano y siguió tras de mí.
Sentí mis pasos hundirse en el manto de escombros. La imagen de una maraña de oscuras serpientes con ojos escarlatas me pasó por la cabeza. Sorteamos aquella jungla de ramas hostiles que arañaban la piel hasta llegar a un claro frente al invernadero. Una vez allí, Marina soltó mi mano para contemplar la siniestra edificación. La hiedra tendía una telaraña sobre toda la estructura. El invernadero parecía un palacio sepultado en las profundidades de un pantano.
– Me temo que nos ha dado esquinazo -apunté. Aquí nadie ha puesto los pies en años.
Marina me dio la razón a regañadientes. Echó un último vistazo al invernadero con aire de decepción. "Las derrotas en silencio saben mejor", pensé.