Ésta era la clave del universo.
Empero, era imposible por el momento alcanzar la velocidad de la luz. Las grandes astronaves podían acercarse mucho a ella; y cuanto más se acercasen, más grande sería la contracción del tiempo a bordo de la nave.
Todo se refería a la relatividad. El tiempo es relativo para el observador.
Luego era posible navegar entre las estrellas. Sin la Contracción de Fitzgerald, la tripulación de una nave espacial envejecería cinco años en el viaje a Alfa C; ocho, si iba a Sirio, y diez, a Proción. Transcurrirían más de dos siglos en el viaje a estrella tan lejana como Bellatrix.
Gracias a los efectos de la contracción, Alfa C quedaba a la distancia de tres semanas, y Sirio a la de mes y medio. La misma Bellatrix estaba a pocos años de distancia. Claro está que, cuando la tripulación regresase a la Tierra, encontraría las cosas completamente cambiadas. Pasaban los años por la Tierra y la vida seguía adelante.
La
Alguna vez se separaba de ellos un morador del espacio. Le dejaba atrás su nave y él se hacía terrícola. Eso había hecho Steve Donnell.
Capítulo II
Alan metió los platos en la tolva y salió del comedor en seguida. Tenía que ir a la Sala Central de Mandos, pieza larga y ancha que era el centro nervioso de las actividades de la nave, así como el Salón de Recreo, al que podían asistir todos; era, para la tripulación, el centro en que podían cultivar el trato social los que estaban francos de servicio.
En la gran pizarra de avisos estaban escritos con yeso los de nombres los tripulantes que habían de hacer las faenas del día. Alan buscó el suyo.
—Hoy te toca trabajar conmigo, Alan — dijo una voz reposada.
Volvióse el mozo al oír aquella voz y vio a Dan Kelleher, jefe de almacén, hombre bajito y de pocas carnes. Alan arrugó el entrecejo y dijo con forzosa resignación:
—Vamos a estar envasando hasta la noche.
Kelleher sacudió la cabeza.
—Te equivocas. No hay trabajo para tanto tiempo. Pasaremos frío. Se ha de envasar toda la carne de dinosaurio que hay en la cámara frigorífica. No nos vamos a divertir.
Alan asintió.
Púsose a leer lo escrito en la pizarra. Sí; allí estaba su nombre, Alan Donnell, en la lista que empezaba bajo la letra A-Almacén. Él era un tripulante no especializado, y tenía que hacer todos los trabajos que le mandaban.
—Calculo yo que tardaremos unas cuatro horas en hacer todo el trabajo —indicó Kelleher—. Podemos empezar cuando tú quieras. Si nos damos prisa, terminaremos pronto.
—No lo discuto. ¿Te parece bien a las nueve?
—Me parece bien.
—Si me necesitas antes, me llamas por teléfono. Estaré en mi camarote.
Ya en su camarote —una piececita cuadrada en la colmena de hombres solteros que estaba en la parte anterior de la nave—, tomó Alan el libro —con muchas dobleces— que se sabía de memoria. Se estuvo un rato hojeándolo. En el lomo, y en letras doradas, decía:
—No me explico esa locura tuya por Cavour —gruñó
Alan dio a
—Tú no lo entiendes,