Daryll Earl era un borracho que maltrataba a su mujer. Por lo que se ve, de vez en cuando también asaltaba alguna gasolinera sólo para entretenerse. Su media de permanencia en cualquier empleo era de un par de meses a lo sumo. Pero entonces, un viernes por la noche cualquiera, engullía unos cuantos lotes de seis botellas de cerveza y empezaba a creerse el Martillo de Dios. Así que salía en el coche hasta dar con una estación de servicio que simplemente le molestara. Entraba empuñando un arma, cogía el dinero y escapaba. Después usaba el botín de 80 o 90 dólares para comprar unos cuantos lotes más, hasta que se sentía tan bien que tenía que zurrar a alguien. Daryll Earl no era un tipo grande: medía un metro sesenta y ocho y era más bien esmirriado. Así que, para no correr riesgos, ese alguien a quien zurrar solía ser su esposa.
Las cosas no le iban mal, y lo cierto es que había conseguido librarse de la justicia varias veces. Pero una noche se ensañó más de la cuenta con su mujer y la mandó al hospital durante un mes. Ella presentó cargos, y como Daryll Earl ya tenía antecedentes, se pasó una buena temporada a la sombra.
Seguía bebiendo, pero al parecer se había asustado lo bastante como para entrar en vereda. Consiguió trabajo como conserje en el estadio, y la verdad es que esta vez le duró. Por lo que sabíamos, hacía años que no le ponía la mano encima a su mujer.
Es más, Nuestro Héroe había tenido incluso su momento de gloria cuando los Panthers consiguieron llegar a la Copa Stanley. Parte de su trabajo consistía en salir a la pista y retirar los objetos lanzados por la afición. Esa temporada tuvo mucho trabajo, ya que cada vez que los Panthers marcaban un gol, sus seguidores arrojaban a la pista unas tres o cuatro mil ratas de plástico. Daryll Earl tenía que salir y recogerlas todas: un trabajo monótono, no cabe duda. De modo que una noche, animado por unos chupitos de vodka barato, cogió una rata de plástico e hizo una especie de baile con ella. La multitud se lo tragó y pidió más a gritos. Empezaron a reclamar el numerito siempre que Daryll Earl salía a la pista de hielo. Daryll Earl representó ese baile durante el resto de la temporada.
Ahora las ratas de plástico estaban prohibidas. Y aunque fueran exigidas por una orden federal, nadie las arrojaría de todos modos. Los Panthers no marcaban un gol desde los días en que Miami tenía un alcalde decente, en algún momento del siglo pasado. Pero McHale seguía apareciendo en los partidos a la espera de poder mostrar sus habilidades como bailarín.
La que sí demostró que no le faltaban habilidades en la conferencia de prensa fue LaGuerta. Hizo que pareciera como si los recuerdos de una fama fugaz hubieran impelido a Daryll Earl a matar. Y, por supuesto, con su alcoholismo galopante constituía el sospechoso perfecto para esta serie de asesinatos estúpidos y brutales. Ahora las putas de Miami podían descansar tranquilas: la matanza había terminado. Abrumado por la ingente presión de una investigación intensa e inmisericorde, Daryll Earl había confesado. Caso cerrado. Vuelta a la calle, chicas.
La prensa se lo tragó. Supongo que tampoco se les podía echar la culpa. LaGuerta hizo un trabajo tan magnífico a la hora de presentar los hechos y colorearlos con un poco de reluciente razonamiento que habría convencido prácticamente a cualquiera. Y tampoco es que tengas que hacerte un test de inteligencia para llegar a ser reportero. Incluso así, siempre me queda la esperanza de que alguien ponga algo en duda. Y siempre me decepcionan. Quizás es que vi demasiadas películas en blanco y negro cuando era niño. Seguía esperando que un periodista borrachín y gastado de algún medio importante formulara una pregunta inteligente que obligara a los investigadores a reconsiderar atentamente las pruebas.
Pero, por triste que sea, la vida no siempre imita al arte. Y en la conferencia de prensa de LaGuerta el papel de Spencer Tracy fue representado por una serie de modelos masculinos y femeninos con el cabello perfecto y trajes ligeros. Sus penetrantes preguntas culminaron con:«¿Cómo se sintió al encontrar la cabeza?» o «¿Podemos disponer de alguna foto?»
Nuestro reportero solitario, Nick Nosequé de la cadena local afiliada a la NBC, preguntó a LaGuerta si estaba segura de que McHale era culpable. Pero cuando ella afirmó que la evidencia de pruebas masivas indicaban que así era y que, en cualquier caso, la confesión era concluyente, dejó de preguntar. O bien se quedó satisfecho, o bien el discurso había sido demasiado imponente.