Caminé despacio hacia mi pequeño cubículo, revisando el contenido de la carpeta. Gervasio César Martez había encontrado el cadáver. Su declaración era el primer documento. Era guardia de seguridad, empleado de Sago Security Systems. Llevaba catorce meses trabajando para ellos y no tenía antecedentes penales. Martez había hallado el cuerpo a las 22:17 aproximadamente, y de inmediato realizó un registro rápido del área antes de llamar a la policía. Quería atrapar al pendejo que había hecho eso porque nadie debería hacer cosas así y menos cuando él, Gervasio, estaba de servicio. Era como si se lo hubieran hecho a él, ¿comprenden? Así que atraparía a ese monstruo él solo. Pero no había sido posible. No había ni rastro del atacante por ninguna parte, así que había llamado a la policía.
El pobre hombre se lo había tomado como algo personal. Yo compartía su ira. Esa clase de brutalidad no debería estar permitida. Por supuesto, le estaba enormemente agradecido por su sentido del honor que me había concedido tiempo para huir. Y yo que siempre había creído que la moralidad era algo inútil.
Doblé la esquina que me llevaba a mi pequeño y oscuro despacho chocando de frente con la inspectora LaGuerta.
—Hey —exclamó—. ¡No ves bien a estas horas!
Pero no se movió.
—No soy muy de mañanas —le dije—. Mis biorritmos no se ponen en marcha hasta el mediodía.
Me miró a tres centímetros de distancia.
—A mí me parecen perfectos —dijo.
Me escabullí hacia el otro lado de la mesa.
—¿En qué puede contribuir mi humilde persona a su majestad la ley esta mañana? —le pregunté.
Ella me miró fijamente.
—Tienes un mensaje —dijo—. En el contestador.
Eché un vistazo al contestador automático. Claro, la luz parpadeaba. Esa mujer estaba hecha una gran detective.
—Debe de ser alguna chica —dijo LaGuerta—. Ese parpadeo suena a somnolencia y felicidad. ¿Tienes novia, Dexter? —Había una nota de desafío en su voz.
—Ya sabe cómo son estas cosas —dije—. Las mujeres de hoy son tan lanzadas, y cuando uno es tan atractivo como yo, revolotean en torno a tu cabeza sin dudarlo. —Quizá no había sido la expresión más afortunada; cuando lo decía no pude evitar que mi mente recordara la cabeza de la mujer que había volado en torno a mí hacía bien poco.
—Vigila —dijo LaGuerta—. Más pronto o más tarde alguna se te pegará. —No tenía ni idea de qué creía ella que significaba eso, pero se trataba de una imagen muy desasosegante.
—Estoy seguro de que tiene razón —dije—. Hasta entonces, carpe diem.
—¿Qué?
—Es latín —aclaré—. Significa quéjate a la luz del día.
—¿Tienes algo sobre el caso de anoche? —preguntó ella, de repente.
Levanté el expediente.
—Estaba echándole un vistazo ahora mismo.
—No es el mismo —dijo, frunciendo el ceño—. No importa lo que digan esos capullos de la prensa. McHale es culpable. Confesó. Este tío es otro.
—Supongo que parece demasiada coincidencia —dije—. Dos asesinos brutales al mismo tiempo.
LaGuerta se encogió de hombros.
—Estamos en Miami, ¿qué se creen? Esos tíos vienen aquí de vacaciones. Hay un montón de chicos malos ahí afuera. No puedo atraparlos a todos.
Para ser sinceros no podría capturar a ninguno a menos que ellos mismo saltaran de un edificio y aterrizaran en el asiento delantero de su coche, pero no me pareció el momento más oportuno para comentárselo. LaGuerta dio un paso hacia mí y acarició la carpeta con una uña de color rojo oscuro.
—Necesito que descubras algo aquí, Dexter. Algo que demuestre que no es el mismo hombre.
Se hizo la luz. La estaban presionando, el capitán Matthews probablemente, un hombre que se creía lo que publicaban los periódicos siempre y cuando escribieran su nombre sin faltas de ortografía. Y ella necesitaba un poco de munición para presentar batalla.
—Claro que no es el mismo —dije—. Pero, ¿por qué acude a mí?
Me miró durante un momento a través de los ojos medio cerrados, un efecto curioso. Creo que había visto esa misma mirada en alguna película que Rita me había obligado a ver, pero no tenía ni idea de qué podía querer decir en los ojos de LaGuerta.
—Dejé que te quedaras a la reunión de las setenta y dos horas —dijo ella—. Aunque Doakes te quiere muerto, yo te permití quedarte.
—Muchas gracias.
—Porque tienes un sexto sentido para estas cosas. Para los asesinos en serie. Todos lo dicen. A veces Dexter presiente cosas.
—Eh, vamos —dije—, han sido sólo un par de suposiciones acertadas...
—Y necesito que alguien de laboratorio encuentre algo.
—¿Por qué no se lo pide a Vince?
—Él no es tan agudo —dijo ella—. Encuentra algo. Seguía estando incómodamente cerca, tan cerca que podía oler su champú.
—Encontraré algo —dije.
Hizo un gesto señalando al contestador.
—¿No vas a devolverle la llamada? Vas a estar demasiado ocupado para cazar conejitos. No había retrocedido y tardé un segundo en caer en la cuenta de que se refería al mensaje del contestador. Le brindé mi sonrisa más diplomática.
—Creo que es ella quien está intentando cazarme, inspectora.
—Ja. En eso tienes razón. —Me lanzó una mirada prolongada, después se volvió y salió por la puerta.