—Llámame Migdia —dijo ella, acercándose y frotando su cuerpo contra el mío con más fuerza. Llevó una mano a la parte delantera de mis pantalones y di un salto. Por el lado bueno, mi acción descolocó a la amorosa inspectora. Por el negativo, dio un traspiés, su cadera chocó contra la mesa, y acabó tropezando sobre la silla y aterrizando despatarrada en el suelo.
—Este... La verdad es que debo volver al trabajo —tartamudeé—. Tengo una... algo importante.
Sin embargo no se me ocurría nada más importante que escapar para salvar la vida, de manera que me escabullí del cubículo, dejándola con la vista fija en mí.
No me pareció una mirada particularmente amistosa.
Desperté de pie ante el lavamanos con el grifo abierto. Tuve un momento de pánico total, una sensación de completa desorientación, el corazón me latía desbocado mientras los párpados irritados temblaban en un intento de seguir el ritmo de sus latidos. El lugar no correspondía a nada. El lavamanos no tenía el aspecto que debía tener. Ni siquiera estaba seguro de quién era yo: en el sueño también estaba de pie delante del lavamanos con el grifo abierto, pero no era éste en concreto. Me estaba frotando las manos, ensañándome con el jabón, arrancando de la piel cualquier mínimo rastro de horrible sangre roja, lavándome con agua tan caliente que me dejaba la piel rosada, nueva y aséptica. Y el calor del agua contrastaba dolorosamente con el frío pasado en la estancia que acababa de dejar; la sala de juegos, la sala de matar, la sala de las amputaciones secas y cuidadosas. Cerré el grifo y me quedé un momento apoyado en el frío mármol del lavamanos. Todo había sido muy real, se parecía muy poco a cualquier otra clase de sueño que hubiera conocido. Y recordaba la estancia con suma claridad. Podía verla sólo con cerrar los ojos.
Abrí los ojos. Me vi en el espejo. Hola, Dexter. ¿Otro sueñecito, colega? Interesante, ¿no? Esta vez tres... Pero sólo ha sido un sueño. Nada más. Me sonreí en un intento de mover los músculos faciales. Fracaso total. Y, por delirante que hubiera sido, ahora estaba despierto y lo único que quedaba de él eran una resaca y las manos mojadas.
Lo que debería haber sido un placentero interludio de mi subconsciente me tenía tembloroso, inseguro. Estaba lleno de temor ante la idea de que mi mente se hubiera largado de la ciudad dejándome atrás para pagar el alquiler. Pensé en las tres compañeras de juegos, cuidadosamente atadas, y sentí el deseo de volver allí y terminar lo empezado. Pero pensé en Harry y supe que no podría. Estaba atrapado entre un recuerdo y un sueño, y no sabría decir cuál de los dos resultaba más atrayente.
Esto ya no tenía ninguna gracia. Quería mi cerebro de siempre.
Me sequé las manos y volví a la cama, pero el pobre y disminuido Dexter ya no iba a conciliar el sueño. Me limité a tumbarme boca arriba y observar las sombras oscuras que surcaban el techo hasta que, a las seis menos cuarto, sonó el teléfono.
—Tenías razón —dijo Deb en cuanto descolgué.
—No sabes lo bien que me sienta oírlo —dije, haciendo un gran esfuerzo para mostrarme tan brillante como era antes—. ¿Y sobre qué tengo razón?
—En todo —dijo Deb—. Estoy en la escena de un crimen en Tamiami Trail. ¿Adivinas de quién se trata?
—¿Acerté?
—Es él, Dexter. Tiene que serlo. Y desde luego es apabullante.