El interior del estadio era oscuro y frío, lo que no debería haberme sorprendido. Al fin y al cabo estábamos en una pista de hockey a primera hora de la mañana. Steban debía de saber dónde estaba el interruptor de la luz, pero no se había ofrecido a informarnos de ello. Deb se sacó una gran linterna del cinturón y enfocó la luz hacia el hielo. Contuve el aliento mientras la luz se posaba sobre una portería y luego sobre la otra. Barrió todo el perímetro una vez, despacio, deteniéndose una o dos veces, y después me enfocó a mí.
—Nada —dijo ella—. Mierda.
—Pareces decepcionada.
Me lanzó un gruñido y se dirigió hacia el exterior. Yo me quedé en mitad de la pista, sintiendo el frío que emanaba del hielo y reflexionando sobre mis felices ideas. O, para ser más preciso, no exactamente sobre mis felices ideas.
Porque, en cuanto Deborah dio media vuelta, oí una vocecilla desde algún lugar situado por encima de mi hombro, un cloqueo frío y seco, un ligero toque familiar justo en el umbral de la audición. Y, cuando se fue la querida Deborah, me quedé inmóvil sobre el hielo, cerré los ojos y escuché lo que mi anciano amigo tenía que decir. No era mucho: sólo un leve murmullo, una insinuación, pero le presté atención de todos modos. Le oí chasquear la lengua y susurrarme al oído cosas dulces y terribles, mientras que con la otra oreja oía cómo Deborah le decía a Steban que entrara y encendiera las luces. Eso hizo, instantes después, mientras el murmullo de aquella voz iba subiendo de tono, en un marcado crescendo de humor jovial y horror afable.
Abrí los ojos. Era imposible concentrarse en esas circunstancias, y de todos modos tampoco había nada más que oír. El susurro había terminado cuando empezaron los chillidos. Al fin y al cabo, esos gritos lo decían todo, ¿no? Así que abrí los ojos justo a tiempo de ver a Steban saliendo catapultado de uno de los armarios situados en el extremo opuesto de la pista y saltando hacia el hielo. Retrocedió, tambaleándose, resbalando, sin dejar de proferir exabruptos en español hasta finalmente abalanzarse sobre la barandilla. A cuatro patas, se escabulló hacia la puerta entre gritos de pánico. Una pequeña mancha de sangre quebraba la blancura del hielo en el lugar donde había caído
Deborah entró deprisa, pistola en mano, y Steban la apartó a un lado, buscando desesperadamente la luz del día.
—¿Qué sucede? —dijo Deborah, con el arma dispuesta para disparar. Ladeé la cabeza, oyendo el último eco del cloqueo final y, con aquel horror aún sonando en mis oídos, comprendí lo que pasaba.
—Creo que Steban ha encontrado algo —dije.
La política policial, como con tanta insistencia había intentado transmitir a Deb, era algo resbaladizo y tentacular. Y cuando agrupabas a dos organizaciones encargadas de ejecutar la ley que más bien se caían mal, las operaciones mutuas tendían a avanzar muy despacio, muy al pie de la letra, y con una gran cantidad de arrastre de pies, elaboración de excusas e intercambio de velados insultos y sutiles amenazas. Todo muy divertido de ver, claro, pero alargando los procedimientos sólo un pelín más de lo necesario. En consecuencia, tuvieron que pasar varias horas desde la tremenda muestra de potencia vocal de Steban hasta que las disputas jurisdiccionales fueran resueltas y nuestro equipo se pusiera de verdad a examinar la feliz sorpresa que nuestro nuevo amigo Steban había descubierto al abrir la puerta del armario.
Durante todo ese tiempo, Deborah se mantuvo mayoritariamente a un lado, haciendo un gran esfuerzo por controlar su impaciencia pero sin conseguir ocultarla. Llegó el capitán Matthews con la inspectora LaGuerta a la zaga. Saludaron a sus colegas del condado de Broward, el capitán Moon y el inspector McClellan. El intercambio de ideas, realizado en un tono demasiado formal para ser considerado verdaderamente educado, podía resumirse así: Matthews tenía la razonable sospecha de que el descubrimiento de seis brazos y seis piernas en Broward formaba parte de la investigación que llevaba a cabo su departamento relativa a tres cabezas a las que faltaban esos miembros encontradas en Miami—Dade. Afirmaba, en términos que eran demasiado simples y amistosos, que parecía un poco rebuscado pensar que podían encontrarse primero tres cabezas, y que acto seguido tres cuerpos totalmente distintos aparecieran aquí por casualidad.