Me las arreglé para ampliar con el zoom uno de los lados del camión hasta alcanzar a ver la letra «A» y, debajo, una «B», seguida de una «R» y de otra letra que podía ser tanto una «C» como una «O». Pero parte del camión quedaba fuera del plano, y eso era todo lo que se veía.
Ninguna de las demás fotos me aportó la menor pista. Volví a ver la secuencia: el hombre desaparecía, reaparecía, y después la furgoneta ya no estaba. Ni una buena toma, ni un enfoque accidental del número de matrícula, y ninguna razón que permitiera establecer de manera categórica que ese hombre era o no Dexter, el hábil soñador. Cuando por fin levanté la cabeza del ordenador ya había anochecido; estaba oscuro. E hice lo que una persona normal habría hecho, casi con seguridad, unas horas antes: abandoné. No había nada más que hacer excepto esperar a Deborah. Tendría que dejar que mi atormentada hermana me arrastrara hasta la cárcel. Al fin y al cabo, tampoco puede decirse que fuera del todo inocente. La verdad es que merecía que me encerraran. Quizás incluso acabara compartiendo celda con McHale. Siempre podía enseñarme el baile de la rata.
Y embargado por ese pensamiento hice algo realmente maravilloso.
Me dormí.
No tuve sueño alguno, ni sentí que viajaba fuera de mi cuerpo; no vi ningún desfile de imágenes espectrales ni de cuerpos decapitados y desangrados. Ni visiones de confites bailándome en la cabeza. No había nada, ni siquiera yo, nada a excepción de un sueño profundo y atemporal. Y, sin embargo, cuando me despertó el teléfono supe que la llamada tenía que ver con Deborah, y también que ella no vendría. La mano me sudaba antes de descolgar el teléfono.
—¿Sí? —dije.
—Al habla el capitán Matthews —dijo la voz—. Necesito hablar con la inspectora Morgan, por favor.
—No está aquí —dije, mientras una parte de mí se hundía ante el significado de esta idea.
—Ah... Vaya... ¿A qué hora se marchó?
Miré el reloj de forma instintiva; eran las nueve y cuarto y los sudores se hicieron más intensos.
—Deborah no ha venido —dije al capitán.
—Pero afirmó que se dirigía a tu casa. Está de servicio, debería estar allí.
—Aquí no ha llegado.
—Maldita sea —dijo él—. Dijo que tenías en casa una prueba que necesitamos.
—Así es —dije. Y colgué el teléfono.
Tenía una prueba, de eso estaba tremendamente seguro. Lo que pasaba es que no sabía muy bien qué era. Pero tenía que averiguarlo e imaginé que no disponía de mucho tiempo. O, para ser más precisos, imaginé que Deb no disponía de mucho tiempo.
Y, una vez más, tampoco era consciente de cómo lo sabía. No me dije conscientemente: «El tiene a Deborah». El cerebro no se me llenó con imágenes de su terrible destino. Y tampoco se trataba de una premonición ni de una leve preocupación del estilo: «Vaya, Deb debería estar aquí; esto no es propio de ella». Simplemente supe, como ya había sabido cuando desperté, que Deb había venido a buscarme pero no había logrado llegar. Y sabía qué significaba eso.
Él la tenía.
Lo había hecho por mí, de eso estaba seguro. Había ido cerrando el círculo en torno a mí, acercándose cada vez más: entrando en mi apartamento, escribiendo breves mensajes con sus víctimas, tomándome el pelo con insinuaciones y atisbos de sus obras. Y ahora estaba tan cerca de mí como le era posible sin estar en la misma habitación. Se había llevado a Deb y estaba esperando con ella. Esperándome.
¿Pero, dónde? ¿Y cuánto tiempo esperaría antes de que la impaciencia le empujara a empezar a jugar sin mí?
Y sin mí, sabía muy bien quién sería su compañera de juegos: Deborah. Se había presentado en mi apartamento vestida con el uniforme para trabajar con las putas, empaquetada como regalo especialmente para él. Él debió de pensar que era Navidad. La tenía, y ella sería su amiguita esta noche. No quería imaginarla así: atada y tensa, viendo cómo pequeñas partes de su cuerpo desaparecían para siempre de un modo horrendo. En otras circunstancias podría tratarse de un entretenimiento fantástico para una noche, pero no con Deborah. Yo estaba seguro de que la idea no me gustaba: no quería que hiciera nada maravilloso ni permanente, no esta noche. Más tarde, tal vez, y con otra persona. Cuando nos conociéramos un poco mejor. Pero no ahora. No con Deborah.
Y ese pensamiento pareció mejorarlo todo. Era fantástico haber establecido este hecho. Prefería a mi hermana viva, en lugar de en fragmentos desangrados. Un detalle encantador por mi parte, casi humano. Y ahora que esto estaba claro: ¿cuál era el siguiente paso? Podía llamar a Rita, llevarla al cine o a pasear por el parque. O, veamos, tal vez, no sé... ¿salvar a Deborah? Sí, parecía un buen plan. Pero...
¿Cómo?