—De acuerdo. Cuando su hermana desapareció durante horas sin decir dónde, empecé a pensar que tal vez tuviera algo. Y sé que no es capaz de averiguar nada sola, así que ¿adónde podía haber ido? —Enarcó una ceja y después prosiguió, en tono triunfal—. ¡A casa de su hermanito! ¿Adónde si no? ¡A hablar contigo! —Movió la cabeza, satisfecha de su lógica deductiva—. Así que me pongo a pensar en ti. En cómo apareces a mirar, incluso cuando no tienes por qué. En cómo has descubierto a otros asesinos en serie... Excepto a éste. Y luego me jodes con esa estúpida lista, haciéndome quedar como una imbécil, y encima me tiras al suelo... —La expresión de su rostro se endureció, y por un momento volvió a parecer más vieja. Después sonrió y siguió adelante—. Hice un comentario en voz alta, y va el sargento Doakes y me contesta: «Ya se lo advertí, pero no me hizo caso». Y de repente lo único que veo por todas partes es esa cara de chico guapo que tienes. —Se encogió de hombros—. Y me voy a tu casa.
—¿Cuándo? ¿A qué hora? ¿Se fijó?
—No. Pero no estuve más de veinte minutos, y después saliste y empezaste a mariconear con la Barbie antes de salir hacia aquí.
—Veinte minutos... —No había llegado a tiempo de ver quién o qué se había llevado a Deborah. Y lo más probable es que me estuviera diciendo la verdad y simplemente me hubiera seguido para ver... ¿para ver qué?
—¿Pero por qué seguirme?
Volvió a encogerse de hombros.
—Estás metido en esto. Quizá no seas el autor, no lo sé. Pero voy a descubrirlo. Y parte de lo que descubra te salpicará. ¿Qué hay en esas cajas? ¿Piensas decírmelo, o nos quedaremos toda la noche así?
A su modo había metido el dedo en la llaga. No podíamos pasarnos toda la noche allí. Desde luego, no antes de que cosas terribles empezaran a sucederle a Deborah. Eso si no habían empezado ya. Teníamos que irnos, ahora mismo, encontrarlo y detenerlo. ¿Pero cómo hacerlo con LaGuerta al lado? Me sentía como una cometa con una cola no deseada. Realicé una inspiración profunda. Una vez Rita me llevó a un taller New Age sobre salud y conciencia donde enfatizaban la necesidad de realizar inspiraciones profundas y purificantes. Les hice caso. No puede decirse que me sintiera más limpio, pero al menos me activó el cerebro, y caí en la cuenta de que tenía que hacer algo poco habitual en mí: decir la verdad. LaGuerta seguía mirándome, a la espera de una respuesta.
—Creo que el asesino está allí —dije a LaGuerta—. Y creo que tiene a la agente Morgan. Me observó, inmóvil.
—Ya —dijo, por fin—. Y por eso vienes hasta aquí y te quedas apostado a la verja, ¿no?¿Porque quieres tanto a tu hermana que te apetece mirar?
—Porque quería entrar. Buscaba un modo de cruzar la valla.
—¿Y porque se te olvidó que trabajas para la policía?
Bueno, habíamos llegado al quid de la cuestión, claro. De repente había dado en el clavo, y sin ayuda de nadie. Para eso no tenía respuesta. Todo este rollo de decir la verdad no suele funcionar sin tener que pasar por un trance desagradable.
—Sólo... sólo quería asegurarme, antes de dar la alarma.
Asintió.
—Vaya. Realmente brillante. Pero te voy a decir lo que pienso: o has hecho algo malo, o conoces a quién lo ha hecho. Y algo más: o lo estás protegiendo, o lo que quieres es descubrirlo por tu cuenta.
—¿Por mi cuenta? ¿Por qué iba a querer hacerlo?
Sacudió la cabeza con un gesto de desprecio.
—Para ganarte las medallas. Tú y esa hermanita tuya. ¿Te crees que me engañas? Ya te he dicho que no tengo un pelo de tonta.
—No soy el carnicero que buscan, inspectora —dije, apelando a su compasión aunque estaba completamente seguro de que tenía aún menos que yo—. Pero creo que está allí, en uno de los contenedores.
—¿Y por qué lo crees? —preguntó, humedeciéndose los labios. Vacilé, pero ella mantuvo su mirada de reptil sin parpadear. Por incómodo que me hiciera sentir, tenía que comunicarle una parte más de la verdad. Señalé hacia la furgoneta de Allonzo Brothers aparcada al otro lado de la valla.
—Ese es su camión.
—Ja —dijo ella, y parpadeó por fin. Su atención me abandonó durante un instante y pareció deambular hacia algún otro y profundo lugar. ¿El pelo? ¿El maquillaje? ¿Su carrera? No sabría decirlo. Pero un buen detective habría tenido unas cuantas preguntas que hacer:¿cómo sabía yo que era su camión? ¿Cómo lo había encontrado? ¿Por qué estaba tan seguro de que no se había limitado a dejarlo aparcado aquí y se había largado a otro sitio? Pero, tras el examen final, decidí que LaGuerta no era una buena detective; se limitó a asentir, relamerse los labios, y decir:
—¿Cómo vamos a encontrarlo?
La había subestimado, desde luego. Ahora pasaba del «tú» al «nosotros» sin problema alguno.
—¿No quiere pedir refuerzos? —pregunté—. Es un individuo muy peligroso.
Admito que la estaba pinchando, pero ella se lo tomó muy en serio.