Читаем Rayuela полностью

La mejor cualidad de mis antepasados es la de estar muertos; espero modesta pero orgullosamente el momento de heredarla. Tengo amigos que no dejarán de hacerme una estatua en la que me representarán tirado boca abajo en el acto de asomarme a un charco con ranitas auténticas. Echando una moneda en una ranura se me verá escupir en el agua, y las ranitas se agitarán alborozadas y croarán durante un minuto y medio, tiempo suficiente para que la estatua pierda todo interés.

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– La cloche, le clochard, la clocharde, clocharder. Pero si hasta han presentado una tesis en la Sorbona sobre la psicología de los clochards.

– Puede ser -dijo Oliveira-. Pero no tienen ningún Juan Filloy que les escriba Caterva. ¿Qué será de Filloy, che?

Naturalmente la Maga no podía saberlo, empezando porque ignoraba su existencia. Hubo que explicarle por qué Filloy, por qué Caterva. A la Maga le gustó muchísimo el argumento del libro, la idea de que los linyeras criollos estaban en la línea de los clochards. Se quedó firmemente convencida de que era un insulto confundir a un linyera con un mendigo, y su simpatía por la clocharde del Pont des Arts se arraigó en razones que ahora le parecían científicas. Sobre todo en esos días en que habían descubierto, andando por las orillas, que la clocharde estaba enamorada, la simpatía y el deseo de que todo terminara bien era para la Maga algo así como el arco de los puentes, que siempre la emocionaban, o esos pedazos de latón o de alambre que Oliveira juntaba cabizbajo al azar de los paseos.

– Filloy, carajo -decía Oliveira mirando las torres de la Conserjería y pensando en Cartouche-. Qué lejos está mi país, che, es increíble que pueda haber tanta agua salada en este mundo de locos.

– En cambio hay menos aire -decía la Maga -. Treinta y dos horas, nada más.

– Ah. Cierto. Y qué me decís de la menega.

– Y de las ganas de ir. Porque yo no tengo.

– Ni yo. Pero ponele. No hay caso, irrefutablemente.

– Vos nunca hablabas de volver -dijo la Maga.

– Nadie habla, cumbres borrascosas, nadie habla. Es solamente la conciencia de que todo va como la mona para el que no tiene guita.

– París es gratis -citó la Maga -. Vos lo dijiste el día que nos conocimos. Ir a ver la clocharde es gratis, hacer el amor es gratis, decirte que sos malo es gratis, no quererte… ¿Por qué te acostaste con Pola?

– Una cuestión de perfumes -dijo Oliveira sentándose en el riel al borde del agua-. Me pareció que olía a cantar de los cantares, a cinamomo, a mirra, esas cosas. Era cierto, además.

– La clocharde no va a venir esta noche. Ya tendría que estar aquí, no falta casi nunca.

– A veces los meten presos -dijo Oliveira-. Para despiojarlos, supongo, o para que la ciudad duerma tranquila a orillas de su río impasible. Un clochard es más escándalo que un ladrón, es sabido; en el fondo no pueden contra ellos, tienen que dejarlos en paz.

– Contame de Pola. A lo mejor entre tanto vemos a la clocharde.

– Va cayendo la noche, los turistas americanos se acuerdan de sus hoteles, les duelen los pies, han comprado cantidad de porquerías, ya tienen completos sus Sade, sus Miller, sus Onze mille verges, las fotos artísticas, las estampas libertinas, los Sagan y los Buffet. Mirá cómo se va despejando el paisaje por el lado del puente. Y dejala tranquila a Pola, eso no se cuenta. Bueno, el pintor está plegando el caballete, ya nadie se para a mirarlo. Es increíble cómo se ve de nítido, el aire está lavado como el pelo de esa chica que corre allá, mirala, vestida de rojo.

– Contame de Pola -repitió la Maga, golpeándole el hombro con el revés de la mano.

– Pura pornografía -dijo Oliveira-. No te va a gustar.

– Pero a ella seguramente que le contaste de nosotros.

– No. En líneas generales, solamente. ¿Qué le puedo contar? Pola no existe, lo sabés. ¿Dónde está? Mostrámela.

– Sofismas -dijo la Maga, que había aprendido el término en las discusiones de Ronald y Etienne-. No estará aquí, pero está en la rue Dauphine, eso es seguro.

– ¿Pero dónde está la rue Dauphine? -dijo Oliveira-. Tiens, la clocharde qui s’amène. Che, pero está deslumbrante. Bajando la escalinata, tambaleándose bajo el peso de un enorme fardo de donde sobresalían mangas de sobretodos deshilachados, bufandas rotas, pantalones recogidos en los tachos de basura, pedazos de género y hasta un rollo de alambre ennegrecido, la clocharde llegó al nivel del muelle más bajo y soltó una exclamación entre berrido y suspiro.

Sobre un fondo indescifrable donde se acumularían camisones pegados a la piel, blusas regaladas y algún corpiño capaz de contener unos senos ominosos, se iban sumando, dos, tres, quizá cuatro vestidos, el guardarropas completo, y por encima un saco de hombre con una manga casi arrancada, una bufanda sostenida por un broche de latón con una piedra verde y otra roja, y en el pelo increíblemente teñido de rubio una especie de vincha verde de gasa, colgando de un lado.

– Está maravillosa -dijo Oliveira-. Viene a seducir a los del puente.

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