Читаем Rayuela полностью

Las nubes aplastadas y rojas sobre el barrio latino de noche, el aire húmedo con todavía algunas gotas de agua que un viento desganado tiraba contra la ventana malamente iluminada, los vidrios sucios, uno de ellos roto y arreglado con un pedazo de esparadrapo rosa. Más arriba, debajo de las canaletas de plomo, dormirían las palomas también de plomo, metidas en sí mismas, ejemplarmente antigárgolas. Protegido por la ventana el paralelepípedo musgoso oliente a vodka y a velas de cera, a ropa mojada y a restos de guiso, vago taller de Babs ceramista y de Ronald músico, sede del Club, sillas de caña, reposeras desteñidas, pedazos de lápices y alambre por el suelo, lechuza embalsamada con la mitad de la cabeza podrida, un tema vulgar, mal tocado, un disco viejo con un áspero fondo de púa, un raspar crujir crepitar incesante, un saxo lamentable que en alguna noche del 28 o 29 había tocado como con miedo de perderse, sostenido por una percusión de colegio de señoritas, un piano cualquiera. Pero después venía una guitarra incisiva que parecía anunciar el paso a otra cosa, y de pronto (Ronald los había prevenido alzando el dedo) una corneta se desgajó del resto y dejó caer las dos primeras notas del tema, apoyándose en ellas como en un trampolín. Bix dio el salto en pleno corazón, el claro dibujo se inscribió en el silencio con un lujo de zarpazo. Dos muertos se batían fraternalmente, ovillándose y desatendiéndose, Bix y Eddie Lang (que se llamaba Salvatore Massaro) jugaban con la pelota I’m coming, Virginia, y dónde estaría enterrado Bix, pensó Oliveira, y dónde Eddie Lang, a cuántas millas una de otra sus dos nadas que en una noche futura de París se batían guitarra contra corneta, gin contra mala suerte, el jazz.

– Se está bien aquí. Hace calor, está oscuro.

– Bix, qué loco formidable. Poné Jazz me Blues, viejo.

– La influencia de la técnica en el arte -dijo Ronald metiendo las manos en una pila de discos, mirando vagamente las etiquetas-. Estos tipos de antes del long play tenían menos de tres minutos para tocar. Ahora te viene un pajarraco como Stan Getz y se te planta veinticinco minutos delante del micrófono, puede soltarse a gusto, dar lo mejor que tiene. El pobre Bix se tenía que arreglar con un coro y gracias, apenas entraban en calor zas, se acabó. Lo que habrán rabiado cuando grababan discos.

– No tanto -dijo Perico-. Era como hacer sonetos en vez de odas, y eso que yo de esas pajolerías no entiendo nada. Vengo porque estoy cansado de leer en mi cuarto un estudio de Julián Marías que no termina nunca.

(-65)

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Gregorovius se dejó llenar el vaso de vodka y empezó a beber a sorbos delicados. Dos velas ardían en la repisa de la chimenea donde Babs guardaba las medias sucias y las botellas de cerveza. A través del vaso hialino Gregorovius admiró el desapegado arder de las dos velas, tan ajenas a ellos y anacrónicas como la corneta de Bix entrando y saliendo desde un tiempo diferente. Le molestaban un poco los zapatos de Guy Monod que dormía en el diván o escuchaba con los ojos cerrados. La Maga vino a sentarse en el suelo con un cigarrillo en la boca. En los ojos le brillaban las llamas de las velas verdes. Gregorovius la contempló extasiado, acordándose de una calle de Morlaix al anochecer, un viaducto altísimo, nubes.

– Esa luz es tan usted, algo que viene y va, que se mueve todo el tiempo.

– Como la sombra de Horacio -dijo la Maga -. Le crece y le descrece la nariz, es extraordinario.

– Babs es la pastora de las sombras -dijo Gregorovius-. A fuerza de trabajar la arcilla, esas sombras concretas… Aquí todo respira, un contacto perdido se restablece; la música ayuda, el vodka, la amistad… Esas sombras en la cornisa; la habitación tiene pulmones, algo que late. Sí, la electricidad es eleática, nos ha petrificado las sombras. Ahora forman parte de los muebles y las caras. Pero aquí, en cambio… Mire esa moldura, la respiración de su sombra, la voluta que sube y baja. El hombre vivía entonces en una noche blanda, permeable, en un diálogo continuo. Los terrores, qué lujo para la imaginación…

Juntó las manos, separando apenas los pulgares: un perro empezó a abrir la boca en la pared y a mover las orejas. La Maga se reía. Entonces Gregorovius le preguntó cómo era Montevideo, el perro se disolvió de golpe, porque él no estaba bien seguro de que ella fuese uruguaya; Lester Young y los Kansas City Six. Sh… (Ronald dedo en la boca).

– A mí me suena raro el Uruguay. Montevideo debe estar lleno de torres, de campanas fundidas después de las batallas. No me diga que en Montevideo no hay grandísimos lagartos a la orilla del río.

– Por supuesto -dijo la Maga -. Son cosas que se visitan tomando el ómnibus que va a Pocitos.

– ¿Y la gente conoce bien a Lautréamont, en Montevideo?

– ¿Lautréamont? -preguntó la Maga.

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