– Solución de compromiso -dijo Etienne-. Coincidencia de todos los sufragios: oigamos a Bessie Smith, Ronald de mi alma, la paloma en la jaula de bronce.
Ronald y Babs se largaron a reír, no se veía bien por qué, y Ronald buscó en la pila de viejos discos. La púa crepitaba horriblemente, algo empezó a moverse en lo hondo como capas y capas de algodones entre la voz y los oídos, Bessie cantando con la cara vendada, metida en un canasto de ropa sucia, y la voz salía cada vez más ahogada, pegándose a los trapos salía y clamaba sin cólera ni limosna, I wanna be somebody’s baby doll, se replegaba a la espera, una voz de esquina y de casa atestada de abuelas, to be somebody’s baby doll, más caliente y anhelante, jadeando ya I wanna be somebody’s baby doll.
Quemándose la boca con un largo trago de vodka, Oliveira pasó el brazo por los hombros de Babs y se apoyó en su cuerpo confortable. «Los intercesores», pensó, hundiéndose blandamente en el humo del tabaco. La voz de Bessie se adelgazaba hacia el fin del disco, ahora Ronald daría vuelta la placa de bakelita (si era bakelita) y de ese pedazo de materia gastada renacería una vez más Empty Bed Blues, una noche de los años veinte en algún rincón de los Estados Unidos. Ronald había cerrado los ojos, las manos apoyadas en las rodillas marcaban apenas el ritmo. También Wong y Etienne habían cerrado los ojos, la pieza estaba casi a oscuras y se oía chirriar la púa en el viejo disco, a Oliveira le costaba creer que todo eso estuviera sucediendo. ¿Por qué allí, por qué el Club, esas ceremonias estúpidas, por qué era así ese blues cuando lo cantaba Bessie? «Los intercesores», pensó otra vez, hamacándose con Babs que estaba completamente borracha y lloraba en silencio escuchando a Bessie, estremeciéndose a compás o a contratiempo, sollozando para adentro para no alejarse por nada de los blues de la cama vacía, la mañana siguiente, los zapatos en los charcos, el alquiler sin pagar, el miedo a la vejez, imagen cenicienta del amanecer en el espejo a los pies de la cama, los blues, el cafard infinito de la vida. «Los intercesores, una irrealidad mostrándonos otra, como los santos pintados que muestran el cielo con el dedo. No puede ser que esto exista, que realmente estemos aquí, que yo sea alguien que se llama Horacio. Ese fantasma ahí, esa voz de una negra muerta hace veinte años en un accidente de auto: eslabones en una cadena inexistente, cómo nos sostenemos aquí, cómo podemos estar reunidos esta noche si no es por un mero juego de ilusiones, de reglas aceptadas y consentidas, de pura baraja en las manos de un tallador inconcebible…»
– No llorés -le dijo Oliveira a Babs, hablándole al oído-. No llorés, Babs, todo esto no es verdad.
– Oh, sí, oh sí que es verdad -dijo Babs, sonándose-. Oh, sí que es verdad.
– Será -dijo Oliveira, besándola en la mejilla- pero no es la verdad.
– Como esas sombras -dijo Babs, tragándose los mocos y moviendo la mano de un lado a otro- y uno está tan triste, Horacio, porque todo es tan hermoso.
Pero todo eso, el canto de Bessie, el arrullo de Coleman Hawkins, ¿no eran ilusiones, y no eran algo todavía peor, la ilusión de otras ilusiones, una cadena vertiginosa hacia atrás, hacia un mono mirándose en el agua el primer día del mundo? Pero Babs lloraba, Babs había dicho: «Oh sí, oh sí que es verdad», y Oliveira, un poco borracho él también, sentía ahora que la verdad estaba en eso, en que Bessie y Hawkins fueran ilusiones, porque solamente las ilusiones eran capaces de mover a sus fieles, las ilusiones y no las verdades. Y había más que eso, había la intercesión, el acceso por las ilusiones a un plano, a una zona inimaginable que hubiera sido inútil pensar porque todo pensamiento lo destruía apenas procuraba cercarlo. Una mano de humo lo llevaba de la mano, lo iniciaba en un descenso, si era un descenso, le mostraba un centro, si era un centro, le ponía en el estómago, donde el vodka hervía dulcemente cristales y burbujas, algo que otra ilusión infinitamente hermosa y desesperada había llamado en algún momento inmortalidad. Cerrando los ojos alcanzó a decirse que si un pobre ritual era capaz de excentrarlo así para mostrarle mejor un centro, excentrarlo hacia un centro sin embargo inconcebible, tal vez no todo estaba perdido y alguna vez, en otras circunstancias, después de otras pruebas, el acceso sería posible. ¿Pero acceso a qué, para qué? Estaba demasiado borracho para sentar por lo menos una hipótesis de trabajo, hacerse una idea de la posible ruta. No estaba lo bastante borracho para dejar de pensar consecutivamente, y le bastaba ese pobre pensamiento para sentir que lo alejaba cada vez más de algo demasiado lejano, demasiado precioso para mostrarse a través de esas nieblas torpemente propicias, la niebla vodka, la niebla Maga, la niebla Bessie Smith. Empezó a ver anillos verdes que giraban vertiginosamente, abrió los ojos. Por lo común después de los discos le venían ganas de vomitar.
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