A Etienne le parecía estúpido que Oliveira fuera a jorobarlo a esa hora de la mañana, aunque lo mismo lo esperó con tres cuadros nuevos que tenía ganas de mostrarle, pero Oliveira dijo inmediatamente que lo mejor era que aprovecharan el sol fabuloso que colgaba sobre el boulevard de Montparnasse, y que bajaran hasta el hospital Necker para visitar al viejito. Etienne juró en voz baja y cerró el taller. La portera, que los quería mucho, les dijo que los dos tenían cara de desenterrados, de hombres del espacio, y por esto último descubrieron que madame Bobet leía
– A lo mejor no viene nadie a verlo -dijo Oliveira-. Y mirá si no es coincidencia que se llame Morelli.
– Anda a saber si no se ha muerto -dijo Etienne, mirando la fuente con peces rojos del patio abierto.
– Me lo hubieran dicho. El tipo me miró, nomás. No quise preguntarle si nadie había venido antes.
– Lo mismo pueden visitarlo sin pasar por la oficina de guardia.
Etcétera. Hay momentos en que por asco, por miedo o porque hay que subir dos pisos y huele a fenol, el diálogo se vuelve prolijísimo, como cuando hay que consolar a alguien al que se la ha muerto un hijo y se inventan las conversaciones más estúpidas, sentado junto a la madre se le abotona la bata que estaba un poco suelta, y se dice: «Ahí está, no tenés que tomar frío.» La madre suspira: «Gracias.» Uno dice: «Parece que no, pero en esta época empieza a refrescar temprano.» La madre dice: «Sí, es verdad.» Uno dice: «¿No querrías una pañoleta?» No. Capítulo abrigo exterior, terminado. Se ataca el capítulo abrigo interior: «Te voy a hacer un té.» Pero no, no tiene ganas. «Sí, tenés que tomar algo. No es posible que pasen tantas horas sin que tomés nada.» Ella no sabe qué hora es. «Más de las ocho. Desde las cuatro y media no tomas nada. Y esta mañana apenas quisiste probar bocado. Tenés que comer algo, aunque sea una tostada con dulce.» No tiene ganas. «Hacelo por mí, ya vas a ver que todo es empezar.» Un suspiro, ni sí ni no. «Ves, claro que tenés ganas. Yo te voy a hacer el té ahora mismo.» Si eso falla, quedan los asientos. «Estás tan incómoda ahí, te vas a acalambrar.» No, está bien. «Pero no, si debés tener la espalda envarada, toda la tarde en ese sillón tan duro. Mejor te acostás un rato.» Ah, no, eso no. Misteriosamente, la cama es como una traición. «Pero sí, a lo mejor te dormís un rato.» Doble traición. «Te hace falta, ya vas a ver que descansas. Yo me quedo con vos.» No, está muy bien así. «Bueno, pero entonces te traigo una almohada para la espalda.» Bueno. «Se te van a hinchar las piernas, te voy a poner un taburete para que tengas los pies más altos.» Gracias. «Y dentro de un rato, a la cama. Me lo vas a prometer.» Suspiro. «Si, sí, nada de hacerse la mimosa. Sí te lo dijera el doctor, tendrías que obedecer.» En fin, «Hay que dormir, querida.» Variantes ad libitum.
– Le debíamos haber comprado una botella de coñac -dijo Oliveira-. Vos que tenés plata.
– Si no lo conocemos. Y a lo mejor está realmente muerto. Mirá esa pelirroja, yo me dejaría masajear con un gusto. A veces tengo fantasías de enfermedad y enfermeras. ¿Vos no?
– A los quince años, che. Algo terrible. Eros armado de una inyección intramuscular a modo de flecha, chicas maravillosas que me lavaban de arriba abajo, yo me iba muriendo en sus brazos.
– Masturbador, en una palabra.
– ¿Y qué? ¿Por qué tener vergüenza de masturbarse? Un arte menor al lado del otro, pero de todos modos con su divina proporción, sus unidades de tiempo, acción y lugar, y demás retóricas. A los nueve años yo me masturbaba debajo de un ombú, era realmente patriótico.
– ¿Un ombú?