Читаем Rayuela полностью

Los aplausos le hicieron abrir los ojos y asistir a la trabajosa inclinación con que madame Berthe Trépat agradecía. Antes de verle bien la cara lo paralizaron los zapatos, unos zapatos tan de hombre que ninguna falda podía disimularlos. Cuadrados y sin tacos, un cintas inútilmente femeninas. Lo que seguía era rígido y ancho a la vez, una especie de gorda metida en un corsé implacable. Pero Berthe Trépat no era gorda, apenas si podía definírsela como robusta. Debía tener ciática o lumbago, algo que la obligaba a moverse en bloque, ahora frontalmente, saludando con trabajo, y después de perfil, deslizándose entre el taburete y el piano y plegándose geométricamente hasta quedar sentada. Desde allí la artista giró bruscamente la cabeza y saludó otra vez, aunque ya nadie aplaudía. «Arriba debe de haber alguien tirando de los hilos», pensó Oliveira. Le gustaban las marionetas y los autómatas, y esperaba maravillas del sincretismo fatídico. Berthe Trépat miró una vez más al público, su redonda cara como enharinada pareció condensar de golpe todos los pecados de la luna, y la boca como una guinda violentamente bermellón se dilató hasta tomar la forma de una barca egipcia. otra vez de perfil, su menuda nariz de pico de loro consideró por un momento el teclado mientras las manos se posaban del do al si como dos bolsitas de gamuza ajada. Empezaron a sonar los treinta y dos acordes del primer movimiento discontinuo. Entre el primero y el segundo transcurrieron cinco segundos, entre el segundo y el tercero, quince segundos. Al llegar al decimoquinto acorde, Rose Bob había decretado una pausa de veinticinco segundos. Oliveira, que en un primer momento había apreciado el buen uso weberniano que hacía Rose Bob de los silencios, notó que la reincidencia lo degradaba rápidamente. Entre los acordes 7 y 8 restallaron toses, entre el 12 y el 13 alguien raspó enérgicamente un fósforo, entre el 14 y el 15 pudo oírse distintamente la expresión «¡Ah, merde alors!» proferida por una jovencita rubia. Hacia el vigésimo acorde, una de las damas más vetustas, verdadero pickle virginal, empuñó enérgicamente el paraguas y abrió la boca para decir algo que el acorde 21 aplastó misericordiosamente. Divertido, Oliveira miraba a Berthe Trépat sospechando que la pianista los estudiaba con eso que llamaban el rabillo del ojo. Por ese rabillo el mínimo perfil ganchudo de Berthe Trépat dejaba filtrar una mirada gris celeste, y a Oliveira se le ocurrió que a lo mejor la desventurada se había puesto a hacer la cuenta de las entradas vendidas. En el acorde 23 un señor de rotunda calva se enderezó indignado, y después de bufar y soplar salió de la sala clavando cada taco e el silencio de ocho segundos confeccionado por Rose Bob. A partir del acorde 24 las pausas empezaron a disminuir, y del 28 al 32 se estableció un ritmo como de marcha fúnebre que no dejaba de tener lo suyo. Berthe Trépat Sacó los zapatos de los pedales, puso la mano izquierda sobre el regazo, y emprendió el segundo movimiento. Este movimiento duraba solamente cuatro compases, cada uno de ellos con tres notas de igual valor. El tercer movimiento consistía principalmente en salir de los registros extremos del teclado y avanzar cromáticamente hacia el centro, repitiendo la operación de dentro hacia afuera, todo eso en medio de continuos tresillos y otros adornos. En un momento dado, que nada permitía prever, la pianista dejó de tocar y se enderezó bruscamente, saludando con un aire casi desafiante pero en el que a Oliveira le pareció discernir algo como inseguridad y hasta miedo. una pareja aplaudió rabiosamente, Oliveira se encontró aplaudiendo a su vez sin saber por qué (y cuando supo por qué le dio rabia y dejó de aplaudir). Berthe Trépat recobró casi instantáneamente su perfil y paseo por el teclado un dedo indiferente, esperando que se hiciera silencio. Empezó a tocar la «Pavana para el General Leclerc».

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