La «Síntesis Délibes-Saint-Saëns» llevaba ya tres minutos o algo así cuando la pareja que constituía el principal refuerzo del público restante se levantó y se fue ostensiblemente. Otra vez creyó atisbar Oliveira la mirada de soslayo de Berthe Trépat, pero ahora era como si de golpe empezaran a agarrotársele las manos, tocaba doblándose sobre el piano y con enorme esfuerzo, aprovechando cualquier pausa para mirar de reojo la platea donde Oliveira y un señor de aire plácido escuchaban con todas las muestras de una recogida atención. El sincretismo fatídico no había tardado en revelar su secreto, aun para un lego como Oliveira; a cuatro compases de
– Bravo -dijo Oliveira, comprendiendo que el aplauso hubiera sido incongruente-. Bravo, madame.
Sin levantarse, Berthe Trépat giró un poco en el taburete y puso el codo en un la natural. Se miraron. Oliveira se levantó y se acercó al borde del escenario.
– Muy interesante -dijo-. Créame, señora, he escuchado su concierto con verdadero interés.
Qué hijo de puta.
Berthe Trépat miraba la sala vacía. Le temblaba un poco un párpado. Parecía preguntarse algo, esperar algo. Oliveira sintió que debía seguir hablando.
– Un artista como usted conocerá de sobra la incomprensión y el snobismo del público. En el fondo yo sé que usted toca para usted misma.
– Para mí misma -repitió Berthe Trépat con una voz de guacamayo asombrosamente parecida a la del caballero que la había presentado.
– ¿Para quién, si no? -dijo Oliveira, trepándose al escenario con la misma soltura que si hubiera estado soñando-. Un artista sólo cuenta con las estrellas, como dijo Nietzsche.
– ¿Quién es usted, señor? -se sobresaltó Berthe Tréppat.
– Oh, alguien que se interesa por las manifestaciones… -Se podía seguir enhebrando palabras, lo de siempre. Si algo contaba era estar ahí, acompañando un poco. Sin saber bien por qué.
Berthe Trépat escuchaba, todavía un poco ausente. Se enderezó con dificultad y miró la sala, las bambalinas.
– Sí -dijo-. Ya es tarde, tengo que volver a casa. -lo dijo por ella misma, como si fuera un castigo o algo así.
– ¿Puedo tener el placer de acompañarla un momento? -dijo Oliveira, inclinándose-. Quiero decir, si no hay alguien esperándola en el camarín o a la salida.
– No habrá nadie. Valentín se fue después de la presentación. ¿Qué le pareció la presentación?
– Interesante -dijo Oliveira cada vez más seguro de que soñaba y que le gustaba seguir soñando.
– Valentin puede hacer cosas mejores -dijo Berthe Trépat-. Y me parece repugnante de su parte… si, repugnante… marcharse así como si yo fuera un trapo.
– Habló de usted y de su obra con gran admiración.
– Por quinientos francos ése es capaz de hablar con admiración de un pescado muerto. ¡Quinientos francos! -repitió Berthe Trépat, perdiéndose en sus reflexiones.
«Estoy haciendo el idiota», se dijo Oliveira. Si saludaba y se volvía a la platea, tal vez la artista ya no se acordara de su ofrecimiento. Pero la artista se había puesto a mirarlo y Oliveira vio que estaba llorando.
– Valentin es un canalla. Todos… había más de doscientas personas, usted las vio, más de doscientas. Para un concierto de primeras audiciones es extraordinario, ¡no le parece? Y todos pagaron la entrada, no vaya a creer que habíamos enviado billetes gratuitos. Más de doscientos, y ahora solamente queda usted, Valentin se ha ido, yo…