Читаем Rayuela полностью

– Llueve un poco menos -concedió Oliveira-. Crucemos ahora, si quiere.

– Los vecinos -dijo Berthe Trépat, mirando hacia el café de la esquina-. Naturalmente la vieja del ocho… No puede imaginarse lo que bebe. ¿La ve ahí, en la mesa del costado? Nos está mirando, ya verá mañana la calumnia…

– Por favor, señora -dijo Oliveira- Cuidado con ese charco.

– Oh, yo la conozco, y al patrón también. Es por Valentin que me odian. Valentin, hay que decirlo, les ha hecho algunas… No puede aguantar a la vieja del ocho, y una noche que volvía bastante borracho le untó la puerta con caca de gato, de arriba abajo, hizo dibujos… No me olvidaré nunca, un escándalo… Valentin metido en la bañera, sacándose la caca porque él también se había untado por puro entusiasmo artístico, y yo teniendo que aguantarme a la policía, a la vieja, todo el barrio… No sabe las que he pasado, y yo, con mi prestigio… Valentin es terrible, como un niño.

Oliveira volvía a ver al señor de cabellos blancos, la papada, la cadena de oro. Era como un camino que se abriera de golpe en mitad de la pared: bastaba adelantar un poco un hombro y entrar, abrirse paso por la piedra, atravesar la espesura, salir a otra cosa. La mano le apretaba el estómago hasta la náusea. Era inconcebiblemente feliz.

– Si antes de subir yo me tomara una fine à l’eau -dijo Berthe Trépat, deteniéndose en la puerta y mirándolo-. Este agradable paseo me ha dado un poco de frío, y además la lluvia…

– Con mucho gusto -dijo Oliveira, decepcionado-. Pero quizá sería mejor que subiera y se quitara enseguida los zapatos, tiene los tobillos empapados.

– Bueno, en el café hay bastante calefacción -dijo Berthe Trépat, deteniéndose en la puerta y mirándolo-. Yo no sé si Valentin habrá vuelto, es capaz de andar por ahí buscando a sus amigos. En estas noches se enamora terriblemente de cualquiera, es como un perrito, créame.

– Probablemente habrá llegado y la estufa estará encendida -fabricó habilidosamente Oliveira-. Un buen ponche, unas medias de lana… Usted tiene que cuidarse, señora.

– Oh, yo soy como un árbol. Eso sí, no he traído dinero para pagar en el café. Mañana tendré que volver a la sala de conciertos para que me entreguen mi cachet… de noche no es seguro andar con tanto dinero en los bolsillos, este barrio, desgraciadamente…

– Tendré el mayor gusto en ofrecerle lo que quiera beber -dijo Oliveira. Había conseguido meter a Berthe Trépat bajo el vano de la puerta, y del corredor de la casa salía un aire tibio y húmedo con olor a moho y quizá a salsa de hongos. El contento se iba poco a poco como si siguiera andando solo por la calle en vez de quedarse con él bajo el portal. Pero había que luchar contra eso, la alegría había durado apenas unos momentos pero había sido tan nueva, tan otra cosa, y ese momento en que a la mención de Valentin metido en la bañera y untado de caca de gato había respondido una sensación como de poder dar un paso adelante, un paso de verdad, algo sin pies y sin piernas, un paso en mitad de una pared de piedra, y poder meterse ahí y avanzar y salvarse de lo otro, de la lluvia en la cara y el agua en los zapatos. Imposible comprender todo eso, como siempre que hubiera sido tan necesario comprenderlo. Una alegría, una mano debajo de la piel apretándole el estómago, una esperanza -si una palabra sí podía pensarse, si para él era posible que algo inasible y confuso se agolpara bajo una noción de esperanza, era demasiado idiota, era increíblemente hermoso y ya se iba, se alejaba bajo la lluvia porque Berthe Trépat no lo invitaba a subir a su casa, lo devolvía al café de la esquina, reintegrándolo al orden del Día, a todo lo que había sucedido a lo largo del día, Crevel, los muelles del Sena, las ganas de irse a cualquier lado, el viejo en la camilla, el programa mimeografiado, Rose Bob, el agua en los zapatos. Con un gesto tan lento que era como quitarse una montaña de los hombros, Oliveira señaló hacia los dos cafés que rompían la oscuridad de la esquina. Pero Berthe Trépat no parecía tener una preferencia especial, de golpe se olvidaba de sus intenciones, murmuraba alguna cosa sin soltar el brazo de Oliveira, miraba furtivamente hacia el corredor en sombras.

– Ha vuelto -dijo bruscamente, clavando en Oliveira unos ojos que brillaban de lágrimas-. Está ahí arriba, lo siento. Y está con alguno, es seguro, cada vez que me ha presentado en los conciertos ha corrido a acostarse con alguno de sus amiguitos.

Jadeaba, hundiendo los dedos en el brazo de Oliveira y dándose vuelta a cada instante para mirar en la oscuridad. Desde arriba les llegó un maullido sofocado, una carrera afelpada rebotando en el caracol de la escalera. Oliveira no sabía qué decir y esperó, sacando un cigarrillo y encendiéndolo trabajosamente.

– No tengo la llave -dijo Berthe Trépat en voz tan baja que casi no la oyó-. Nunca me deja la llave cuando va a acostarse con alguno.

– Pero usted tiene que descansar, señora.

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