– Justísimo corolario -dijo Gregorovius-. Por lo demás le hago notar que yo no soy preguntón. La otra noche, en la reunión del Club… Bueno, Ronald tiene un vodka demasiado destrabalenguas. No me crea una especie de diablo cojuelo, solamente quisiera entender mejor a mis amigos. Usted y Horacio… En fin, tienen algo de inexplicable, una especie de misterio central. Ronald y Babs dicen que ustedes son la pareja perfecta, que se complementan. Yo no veo que se complementen tanto.
– ¿Y qué importa?
– No es que importe, pero usted me estaba diciendo que Horacio se ha ido.
– No tiene nada que ver -dijo la Maga -. No sé hablar de la felicidad pero eso no quiere decir que no la haya tenido. Si quiere le puedo seguir contando por qué se ha ido Horacio, por qué me podría haber ido yo si no fuera por Rocamadour. -Señaló vagamente las valijas, la enorme confusión de papeles y recipientes y discos que llenaba la pieza.- Todo esto hay que guardarlo, hay que buscar dónde irse… No quiero quedarme aquí, es demasiado triste.
– Etienne puede conseguirle una pieza con buena luz. Cuando Rocamadour vuelva al campo. Una cosa de siete mil francos por mes. Si no tiene inconveniente, en ese caso yo me quedaría con esta pieza. Me gusta, tiene fluido. Aquí se puede pensar, se está bien.
– No crea -dijo la Maga -. A eso de las siete la muchacha de abajo empieza a cantar
Puisque la terre est ronde,
Mon amour t’en fais pas,
Mon amour t’en fais pas.
– Bonito -dijo Gregorovius indiferente.
– Sí, tiene una gran filosofía, como hubiera dicho Ledesma. No, usted no lo conoció. Era antes de Horacio, en el Uruguay.
– ¿El negro?
– No, el negro se llamaba Ireneo.
– ¿Entonces la historia del negro era verdad?
La Maga lo miró asombrada. Verdaderamente Gregorovius era un estúpido. Salvo Horacio (y a veces…) todos los que la habían deseado se portaban siempre como unos cretinos. Revolviendo la leche fue hasta la cama y trató de hacer tomar unas cucharadas a Rocamadour. Rocamadour chilló y se negó, la leche le caía por el pescuezo. «Topitopitopi», decía la Maga con voz de hipnotizadora de reparto de premios. «Topitopitopi», procurando acertar una cucharada en la boca de Rocamadour que estaba rojo y no quería beber, pero de golpe aflojaba vaya a saber por qué, resbalaba un poco hacia el fondo de la cama y se ponía a tragar una cucharada tras otra, con enorme satisfacción de Gregorovius que llenaba la pipa y se sentía un poco padre.
– Chin chin -dijo la Maga, dejando la cacerola al lado de la cama y arropando a Rocamadour que se aletargaba rápidamente-. Qué fiebre tiene todavía, por lo menos treinta y nueve cinco.
– ¿No le pone el termómetro?
– Es muy difícil ponérselo, después llora veinte minutos, Horacio no lo puede aguantar. Me doy cuenta por el calor de la frente. Debe tener más de treinta y nueve, no entiendo cómo no le baja.
– Demasiado empirismo, me temo -dijo Gregorovius-. ¿Y esa leche no le hace mal con tanta fiebre?
– No es tanta para un chico -dijo la Maga encendiendo un Gauloise-. Lo mejor sería apagar la luz para que se duerma en seguida. Ahí, al lado de la puerta.
De la estufa salía un resplandor que se fue afirmando cuando se sentaron frente a frente y fumaron un rato sin hablar. Gregorovius veía subir y bajar el cigarrillo de la Maga, por un segundo su rostro curiosamente plácido se encendía como una brasa, los ojos le brillaban mirándolo, todo se volvía a una penumbra en la que los gemidos y cloqueos de Rocamadour iban disminuyendo hasta cesar seguidos por un leve hipo que se repetía cada tanto. Un reloj dio las once.
– No volverá -dijo la Maga -. En fin, tendrá que venir para buscar sus cosas, pero es lo mismo. Se acabó,
– Me pregunto -dijo Gregorovius, cauteloso-. Horacio es tan sensible, se mueve con tanta dificultad en París. El cree que hace lo que quiere, que es muy libre aquí, pero se anda golpeando contra las paredes. No hay más que verlo por la calle, una vez lo seguí un rato desde lejos.
– Espía -dijo casi amablemente la Maga. -Digamos observador.
– En realidad usted me seguía a mí, aunque yo no estuviera con él.