Gregorovius pensó que en alguna parte Chestov había hablado de peceras con un tabique móvil que en un momento dado podía sacarse sin que el pez habituado al compartimiento se decidiera jamás a pasar al otro lado. Llegar hasta un punto del agua, girar, volverse, sin saber que ya no hay obstáculo, que bastaría seguir avanzando…
– Pero el amor también podría ser eso -dijo Gregorovius-. Qué maravilla estar admirando a los peces en su pecera y de golpe verlos pasar al aire libre, irse como palomas. Una esperanza idiota, claro. Todos retrocedemos por miedo de frotarnos la nariz contra algo desagradable. De la nariz como límite del mundo, tema de disertación. ¿Usted sabe cómo se le enseña a un gato a no ensuciar en las habitaciones? Técnica del frotado oportuno. ¿Usted sabe cómo se le enseña a un cerdo a que no se coma la trufa? Un palo en la nariz, es horrible. Yo creo que Pascal era más experto en narices de lo que hace suponer su famosa reflexión egipcia.
– ¿Pascal? -dijo la Maga -. ¿Qué reflexión egipcia?
Gregorovius suspiró. Todos suspiraban cuando ella hacía alguna pregunta. Horacio y sobre todo Etienne, porque Etienne no solamente suspiraba sino que resoplaba, bufaba y la trataba de estúpida. «Es tan violeta ser ignorante», pensó la Maga, resentida. Cada vez que alguien se escandalizaba de sus preguntas, una sensación violeta, una masa violeta envolviéndola por un momento. Había que respirar profundamente y el violeta se deshacía, se iba por ahí como los peces, se dividía en multitud de rombos violeta, los barriletes en los baldíos de Pocitos, el verano en las playas, manchas violeta contra el sol y el sol se llamaba Ra y también era egipcio como Pascal. Ya casi no le importaba el suspiro de Gregorovius, después de Horacio poco podían importarle los suspiros de nadie cuando hacía una pregunta, pero de todos modos siempre quedaba la mancha violeta por un momento, ganas de llorar, algo que duraba el tiempo de sacudir el cigarrillo con ese gesto que estropea irresistiblemente las alfombras, suponiendo que las haya.
– En el fondo -dijo Gregorovius-, París es una enorme metáfora.
Golpeó la pipa, aplastó un poco el tabaco. La Maga había encendido otro Gauloise y canturreaba. Estaba tan cansada que ni siquiera le dio rabia no entender la frase. Como no se precipitaba a preguntar según su costumbre, Gregorovius decidió explicarse. La Maga escuchaba desde lejos, ayudada por la oscuridad de la pieza y el cigarrillo. Oía cosas sueltas, la mención repetida de Horacio, del desconcierto de Horacio, de las andanzas sin rumbo de casi todos los del Club, de las razones para creer que todo eso podía alcanzar algún sentido. Por momentos alguna frase de Gregorovius se dibujaba en la sombra, verde o blanca, a veces era un Atlan, otras un Estève, después un sonido cualquiera giraba y se aglutinaba, crecía como un Manessier, como un Wifredo Lam, como un Piaubert, como un Etienne, como un Max Ernst. Era divertido, Gregorovius decía: «…y están todos mirando los rumbos babilónicos, por expresarme así, y entonces…», la Maga veía nacer de las palabras un resplandeciente Deyrolles, un Bissière, pero ya Gregorovius hablaba de la inutilidad de una ontología empírica y de golpe era un Friedländer, un delicado Villon que reticulaba la penumbra y la hacía vibrar,
– Rocamadour se ha dormido -dijo la Maga, sacudiendo el cigarrillo-. Yo también tendría que dormir un rato.
– Horacio no volverá esta noche, supongo.
– Qué sé yo. Horacio es como un gato, a lo mejor está sentado en el suelo al lado de la puerta, y a lo mejor se ha tomado el tren para Marsella.
– Yo puedo quedarme -dijo Gregorovius-. Usted duerma, yo cuidaré a Rocamadour.
– Pero es que no tengo sueño. Todo el tiempo veo cosas en el aire mientras usted habla. Usted dijo «París es una enorme metáfora», y entonces fue como uno de esos signos de Sugai, con mucho rojo y negro.
– Yo pensaba en Horacio -dijo Gregorovius-. Es curioso cómo ha ido cambiando Horacio en estos meses que lo conozco. Usted no se ha dado cuenta, me imagino, demasiado cerca y responsable de ese cambio.
– ¿Por qué una enorme metáfora?
– El anda por aquí como otros se hacen iniciar en cualquier fuga, el voodoo o la marihuana, Pierre Boulez o las máquinas de pintar de Tinguely. Adivina que en alguna parte de París, en algún día o alguna muerte o algún encuentro hay una llave, la busca como un loco. Fíjese que digo como un loco. Es decir que en realidad no tiene conciencia de que busca la llave, ni de que la llave existe. Sospecha sus figuras, sus disfraces; por eso hablo de metáfora.
– ¿Por qué dice que Horacio ha cambiado?
– Pregunta pertinente, Lucía. Cuando conocí a Horacio lo clasifiqué de intelectual aficionado, es decir intelectual sin rigor. Ustedes son un poco así, por allá, ¿no? En Matto Grosso, esos sitios.
– Matto Grosso está en el Brasil.