Читаем Rayuela полностью

– Puede ser, en ese momento no se me ocurrió pensarlo. Me interesan mucho las conductas de mis conocidos, es siempre más apasionante que los problemas de ajedrez. He descubierto que Wong se masturba y que Babs practica una especie de caridad jansenista, de cara vuelta a la pared mientras la mano suelta un pedazo de pan con algo adentro. Hubo una época en que me dedicaba a estudiar a mi madre. Era en Herzegovina, hace mucho. Adgalle me fascinaba, insistía en llevar una peluca rubia cuando yo sabía muy bien que tenía el pelo negro. Nadie lo sabía en el castillo, nos habíamos instalado allí después de la muerte del Conde Rossler. Cuando la interrogaba (yo tenía diez años apenas, era una época tan feliz) mi madre reía y me hacía jurar que jamás revelaría la verdad. Me impacientaba esa verdad que había que ocultar y que era más simple y hermosa que la peluca rubia. La peluca era una obra de arte, mi madre podía peinarse con toda naturalidad en presencia de la mucama sin que sospechara nada. Pero cuando se quedaba sola yo hubiera querido, no sabía bien por qué, estar escondido bajo un sofá o detrás de los cortinados violeta. Me decidí a hacer un agujero en la pared de la biblioteca, que daba al tocador de mi madre, trabajé de noche cuando me creían dormido. Así pude ver cómo Adgalle se quitaba la peluca rubia, se soltaba los cabellos negros que le daban un aire tan distinto, tan hermoso, y después se quitaba la otra peluca y aparecía la perfecta bola de billar, algo tan asqueroso que esa noche vomité gran parte del gulash en la almohada.

– Su infancia se parece un poco al prisionero de Zenda dijo reflexivamente la Maga.

– Era un mundo de pelucas -dijo Gregorovius-. Me pregunto qué hubiera hecho Horacio en mi lugar. En realidad íbamos a hablar de Horacio, usted quería decirme algo.

– Es raro ese hipo -dijo la Maga mirando la cama de Rocamadour-. Primera vez que lo tiene.

– Será la digestión.

– ¿Por qué insisten en que lo lleve al hospital? Otra vez esta tarde, el médico con esa cara de hormiga. No lo quiero llevar, a él no le gusta. Yo le hago todo lo que hay que hacerle. Babs vino esta mañana y dijo que no era tan grave. Horacio tampoco creía que fuera tan grave.

– ¿Horacio no va a volver?

– No. Horacio se va a ir por ahí, buscando cosas.

– No llore, Lucía.

– Me estoy sonando. Ya se le ha pasado el hipo.

– Cuénteme, Lucía, si le hace bien.

– No me acuerdo de nada, no vale la pena. Sí, me acuerdo. ¿Para qué? Qué nombre tan extraño, Adgalle.

– Sí, quién sabe si era el verdadero. Me han dicho…

– Como la peluca rubia y la peluca negra -dijo la Maga.

– Como todo -dijo Gregorovius-. Es cierto, se le ha pasado el hipo. Ahora va a dormir hasta mañana. ¿Cuándo se conocieron, usted y Horacio?

(-134)

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Hubiera sido preferible que Gregorovius se callara o que solamente hablara de Adgalle, dejándola fumar tranquila en la oscuridad, lejos de las formas del cuarto, de los discos y los libros que había que empaquetar para que Horacio se los llevara cuando consiguiera una pieza. Pero era inútil, se callaría un momento esperando que ella dijese algo, y acabaría por preguntar, todos tenían siempre algo que preguntarle, era como si les molestara que ella prefiriese cantar Mon p’tit voyou o hacer dibujitos con fósforos usados o acariciar los gatos mas roñosos de la rue du Sommerard, o darle la mamadera a Rocamadour.

– Alors, mon p’tit voyou -canturreó la Maga -, la vie, qu’est-ce qu’on s’en fout…

– Yo también adoraba las peceras -dijo rememorativamente Gregorovius-. Les perdí todo afecto cuando me inicié en las labores propias de mi sexo. En Dubrovnik, un prostíbulo al que me llevó un marino danés que en ese entonces era el amante de mi madre la de Odessa. A los pies de la cama había un acuario maravilloso, y la cama también tenía algo de acuario con su colcha celeste un poco irisada, que la gorda pelirroja apartó cuidadosamente antes de atraparme como a un conejo por las orejas. No se puede imaginar el miedo, Lucía, el terror de todo aquello. Estábamos tendidos de espaldas, uno al lado del otro, y ella me acariciaba maquinalmente, yo tenía frío y ella me hablaba de cualquier cosa, de la pelea que acababa de ocurrir en el bar, de las tormentas de marzo… Los peces pasaban y pasaban, había uno, negro, un pez enorme, mucho más grande que los otros. Pasaba y pasaba como su mano por mis piernas, subiendo, bajando… Entonces hacer el amor era eso, un pez negro pasando y pasando obstinadamente. Una imagen como cualquier otra, bastante cierta por lo demás. La repetición al infinito de un ansia de fuga, de atravesar el cristal y entrar en otra cosa.

– Quién sabe -dijo la Maga -. A mí me parece que los peces ya no quieren salir de la pecera, casi nunca tocan el vidrio con la nariz.

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